martes, 10 de diciembre de 2013

Historia de Effy: la construcción de un cuerpo físico y social



Cuando a Elizabeth Chorubczyk le dijeron que ella nunca iba a ser mujer por no menstruar,  respondió de la mejor manera que sabe hacerlo: con una performance. “Nunca serás mujer” se llamó y constó de trece “menstruaciones” que tuvieron lugar durante su cursada en IUNA  entre marzo de 2010 y abril de 2011. El Instituto Nacional del Arte (IUNA) y el Instituto Nacional contra discriminación, xenofobia y racismo (INADI) auspiciaron esta acción que hoy se puede ver en el blog de Elizabeth (http://www.effymia.com/). Para hacerlas, un enfermero le extrajo un litro y medio de sangre que fue dividido y resignificado en esas trece “menstruaciones”. Dejarla caer por su órgano más fértil, su cabeza, hasta una toallita, usarla para cubrir los datos que no la representaban en su DNI, y finalmente volverla tinta para en el espejo donde se refleja escribir SIEMPRE SOY MUJER; estos fueron algunos de los usos para esa sangre que se volvió manifiesto. Hoy Elizabeth Chorubczyk, o Effy como ella se presenta, se recupera de la operación por la cual pasó de tener pene a tener vagina. Según la ley de identidad de género, la operación la tendría que haber cubierto su Obra Social, Grupo Osde (Organización de Servicios Directos Empresarios). No lo hizo.

La Cirugía de Reasignación Genital es un procedimiento reconstructivo en el que se utiliza el aparato reproductor masculino (se usan el pene y escroto, se extraen los testículos) para que mantenga una funcionalidad y estética de vagina. No es una operación para tener ovarios o útero: de hecho, genera infertilidad. La cirugía crea cavidad vaginal, clítoris, labios y orificio. Para el clítoris se usa parte del glande, respetando los nervios ahí concentrados para evitar la pérdida de sensibilidad.
–¿No te daba miedo perder la sensibilidad?
–En mi experiencia personal se intensificaron los placeres, pero también es algo psicológico. Yo no usaba mi pene, de esta forma accedí a conectarme con el placer en mi historia personal.

Effy cuenta que la operación fue muy importante porque al extraer los testículos su cuerpo ya no genera testosterona. “No quería vivir medicada tomando inhibidores”, explica. Evitar esta hormona no sólo afecta en lo físico (vello, contextura, etc.) sino también en estados anímicos y psicológicos, “en tu forma de expresarte, no en tu cantidad de llanto o enojo, pero sí en la manera como sentís, como descargás, como te conectás con la sexualidad”. Su cuerpo hace rato no la generaba porque antes de la cirugía tomaba inhibidores, pero las pastillas y los inhibidores tienen un costo físico y uno económico. La ley de identidad de género que, se supone, garantiza estos tratamientos a todas las personas Trans, no siempre se cumple. Hay burocracias y no hay respuestas (a veces del Estado, a veces de las privadas).

Estamos en el comedor de su casa, en el barrio de Villa Crespo. Hace poco Effy y su hermana se mudaron solas. Como en toda relación de hermanas, tuvieron sus diferencias. Como en la primera fiesta donde Elizabeth decidió ir vestida como Elizabeth. Hubo un tiempo de no hablarse. Hubo una muestra de los trabajos de Effy donde ella asistió a ver lo que su hermana compartía. Hoy la casa es de ellas. Hay pizarras y carteles donde reparten actividades y gastos. Hay una casa que comparten ellas, las hermanas Chorubczyk. Hay familia.

El psiquiatra, sexólogo y urólogo Adrián Helien “atajó” a una Effy que llegó llorando al Hospital Durand. Le explicó que antes de derivarla al endocrinólogo iban a tener que tener charlas, ver su historia personal y familiar, evaluar si tenía la red de contención necesaria para seguir los pasos y definir qué pasos seguirían. Eso fue en octubre de 2009, y recién la derivó en abril del 2010.
–Para mí estuvo buenísimo porque me desaceleró, sino yo ya me estaba operando la cara. Llegué con un gran nivel de angustia.
 En ese momento, para operarse Elizabeth tenía que iniciarle juicio al Estado. La ley recién se sancionó en 2012. El acelere podía llevarla a cualquier lado. El proceso hormonal era reversible; la cirugía, no.
–¿No tenías miedo de arrepentirte?
–No. Cometer errores es una forma de aprender, y no hay peor error que no cometer nada. Es un riesgo que asumí desde un lugar muuuy hablado y trabajado con una contención familiar, de amigos, de pareja. Pienso en el colectivo LGBT y es visible la persona que cuenta con padres y la que no en la adolescencia, la que cuenta con los hijos o no cuando tiene 60 años. No es lo mismo cuando te está rechazando tu familia. Yo tuve la suerte de tener una red para llegar a este momento de esta manera: si no, iba a poner en riesgo mi salud mental.
“Salud” es una palabra que sonará varias veces en la charla. Mientras la tarde se va yendo tras los edificios de Villa Crespo, otra de las palabras que suenan mucho es “familia”. Al momento de hablar de admiración, Effy me nombra a su mamá y su hermana. Todo lo que me cuente de aguante, del estar en el pre y post-operatorio, de las charlas y la contención, de los procesos, todo eso lo puedo entender por lo que viví en una presentación de Effy antes de operarse. Ella nos reunió a todos sus amigos para contarnos lo que se venía, nos pidió que le dejemos una carta para que pueda leer en el post-operatorio (después me contará que pidió menos anestesia para ver algunas durante la intervención) y durante esa juntada su mamá se me acercó y me dijo: “Gracias por acompañarla siempre”. Conocí a Elizabeth en 2011 durante un debate que en Casa Brandon sobre la ley de identidad de género. Redes sociales y algunos cafés de por medio fuimos conociéndonos más, hasta que Effy se hermanó conmigo. El 1ero de diciembre de ese mismo año, me dedicó una de sus performances, me leyó un texto, se cortó los brazos y abrazó mi torso desnudo cubriéndome con su sangre. Por eso, cuando la mamá me quiso agradecer, yo le agradecí a ella por su hija. Mi amiga.

Además de lo fisiológico, la operación de Effy tenía que ver con una comodidad y movilidad de su propio cuerpo. Una seguridad para sí misma.
–Aceptaba el hecho del pene como algo femenino, de hecho no tengo problemas si una persona tiene pene y se define mujer, se define travesti, podría interactuar tranquilamente y no dejaría para mí de ser mujer, travesti o la identidad que asuma. Sí me pasaba que tenía una incomodidad con mi genitalidad, no tenía ganas que nadie la tocara, que nadie la viera. Por ejemplo, en el jean antes con el pene se formaba un bulto y yo me compraba remeras muy largas para tapar, no tenía ganas de que se notara. Ahora que me pongo remeras cortas y el jean todavía tiene la forma del bulto (porque quedó, son mis jeans viejos) camino por la calle y  no me siento desnuda. Si alguien piensa que tengo un bulto... era una operación para mí, no para los demás.
Esto que comparte lo advierto en su look de ahora: jean y una remerita corta, con el pelo largo que le juega por abajo de los hombros con algunas mechas rubias que anticipan el verano, poco maquillaje y nada de joyas, su lunar en la cara, el mentón lejos del esternón, la cara en alto, la sonrisa fuerte. En la charla se nos fue toda la tarde, siempre pasa cuando nos juntamos. Estamos en el comedor y veo un adorno, es una sirena con alas. Effy siempre gustó de jugar, ser una sirena en sus performances. La sirena no tiene pene ni vagina. Effy es real.


Cuando la mirada que construye, nos destruye.

Elizabeth, Effy, va a ser una excelente anfitriona, me va a servir té con galletitas, se va a sentar de mil maneras, ninguna como lo debería hacer una “mujer”, ninguna como lo debería hacer un “hombre”, todas como ella quiera. ¿Por qué las comillas? Ella se va a encargar de marcármelas cada vez que se hable de palabras o conceptos que puedan ser traídos por la inercia e imposición cultural, las va a dibujar en el aire, las va a marcar con los ojos revoleándose, me lo va a hacer notar. No hay sutilezas innecesarias, todo está claro.
Actualmente no tiene empleo fijo, pero siempre está ocupada. Arma cursos, talleres y siempre la invitan a dar charlas para hablar de arte, performance y claro, para problematizar temáticas LGBT.  Una vez dio una charla para futuros fonoaudiólogos en Facultad de Medicina (UBA). Antes que ella habló un especialista que orientaba a chicas Trans para afinar la voz, explicarles qué palabras decir y cuáles no, y hasta contó, jocoso la anécdota de que uno de los guardias del hospital había quedado deslumbrado con una chica trans hasta que la escuchó hablar y se asustó. Por suerte para la platea –la que esté dispuesta a abrir la mente– después habló ella. Los instó a que acompañen a las chicas a encontrar una voz que las haga hablar cómodas en público, una voz que si están siendo abusadas o agredidas pueda expandirse y denunciar. Una voz propia, no una impuesta socialmente. Y todo esto Effy lo cuenta con su voz, una que no es ni femenina, ni masculina, ni trans, ni colectiva, sino propia.
Desde que nos conocimos tenemos rituales. Ella siempre es mi entrevistada favorita. Con esa excusa nos juntamos a tomar café en Starbucks, y ahora en su casa. Nos acompañamos cuando cada uno hace perfos: en centros culturales, en la calle, en marchas y hasta a veces, nos juntamos por las ganas de solo juntarnos. Todas estas perfos, sus opiniones y todo lo que ella puede ofrecer, se puede encontrar en su muro de Facebook: Effy Beth.
Mientras caminaba con ella por las calles de Buenos Aires, unas cuantas veces observé cómo la miraban. Pienso en lo que pasa cuando camino con amigas o con amigos, cuando camino con chicas llamativas o pibes particulares, trato de pensar si hay diferencias, si cuando me visto raro me miran así, si cuando soy yo me miran así. Pregunto. Responde. Effy define esas miradas que recibe en la calle como “deshumanizantes”. Deja de ser un individuo de derecho para volverse una “minitah”, una cosa, algo a lo que se le puede decir algo, que se lo puede tocar, algo que se puede burlar, gritar, ignorar, maltratar. Siente que esto pasa “porque renuncié al privilegio con el que nací, ser un varón hecho y derecho”. Sabe que en la calle no le gritan nada a los homosexuales, que el asunto no tiene que ver con quién te acostás. Le gritan a los afeminados. “Tiene que ver con qué parecés, qué rasgos tomás”. Pero estos maltratos y abusos diarios son tantos que a veces se terminan naturalizando. Effy les hace frente desde su lugar, no siendo una “princesa”, sin modular ni agudizar su voz para así poder denunciar, avasallar a la persona que la está agrediendo. Y lo mismo sucede con su cuerpo: a Effy no le preocupa si alguien lo decodifica como ‘masculino’ . “Me importa tres carajos. Si tengo que estar con las piernas separadas y la espalda más amplia no voy a dejar de hacerlo por lo que vayan a pensar de mí”. Ella se planta.

Ahora la estoy mirando yo, y mi mirada se vuelve pregunta
–¿Por qué no te hiciste los pechos? –me escucho, y prefiero repreguntar:
–¿Por qué deberías hacerte los pechos?
–Conozco muchas mujeres que se hicieron las tetas y perdieron sensibilidad. Cuando me empecé a hormonizar, la sensibilidad en los pechos es lo que más desarrollé y al estar de alguna manera, “disconexa” con mi genitalidad, era mi punto de placer, obviamente que nunca lo voy a poner en riesgo.

En la charla con Effy muchos conceptos van a ser interpelados y problematizados. “Lo ‘masculino’ y  lo ‘femenino’ son construcciones culturales”, plantea.  Llegar a este pensamiento también fue todo un recorrido. Al principio sufría mucho porque sentía que debía operarse la cara, estaba invadida por esa impresión de una quijada muy grande, y demás imposiciones. “Tuve que hacer un trabajo muy fuerte de aceptación”. Romper la binorma (el conjunto de normas impuestas a lo “femenino” y lo “masculino”) también la llevó a entender que la sociedad siempre va a imponer algo y uno tiene que negociar con eso. Jamás se sintió encerrada en ningún cuerpo distinto al suyo:
–Yo estoy en mi cuerpo y este es mi cuerpo; y así como que entendí que este es mi cuerpo, entendí que lo tengo que querer, respetar y que no lo iba a hacer un daño en pos de una negociación trucha con terroristas de Cosmopolitan que me digan que haga tal cosa sino no te van a coger ni te van a dar afecto.

La construcción del nombre propio

Al exponerse tanto puede pasar que le lleguen comentarios cargados de mierda disfrazada de pregunta, como por ejemplo: “Yo no entiendo a las travestis: si no son ni hombres ni mujeres, ¿por qué eligen un nombre femenino? ¿por qué eligen todo lo femenino?”. Pero a esta judía, atea, bisexual, lesbiana, mujer, trans, artista y demás no la engañan las falsas modestias, ella sostiene que a veces, preguntas como esas de “¿por qué?” tienen más que ver con un “No me interesa la respuesta que me des, yo solamente quiero demostrarte que estás equivocada”.
El nombre Effy la acompañó en su transición, ya que al principio usarlo no denotaba un “femenino” o “masculino”. Pero después hubo que explicar que venía del nombre Elizabeth, de un personaje de una serie que a ella le gustaba. Es que ¿cómo iba a transgredir si ni siquiera podía comunicar lo básico? Por esto no suelta la palabra “mujer” y la mantiene a rajatabla, porque sabe que todo el mundo (heteronormativos y anti binorma por igual) le van a decir que no, que no elija `mujer`: “Al final todos están diciendo qué soy y qué no cuando son cuestiones que no tienen que estar justificadas para nadie”. Effy no se traviste de salvadora ni de mesías, aclara que ella no está al servicio de una lucha colectiva. Está al servicio de su propia lucha y de lo que esta pueda aportar a esa lucha colectiva. Y siente que lo que puede aportar es diversidad.
La construcción de su nombre vino antes que la Ley de identidad de género. Elizabeth Chorubczyk nació en Israel, su pasaporte dice su nombre auto percibido con sexo “masculino”, pero para poder tener DNI argentino no le aceptaron esa ambigüedad: si era Elizabeth debía acompañarse con FEMENINO. Esto la tuvo indocumentada por un tiempo, aún después de aprobada la ley.  
– Hay una ley que dice vos podés desarrollar tu género como quieras, ¿Por qué no puede haber un Elizabeth masculino? ¿Por qué no puedo ser masculina? Sexo masculina con `a` al final” Esa batalla legal le llevó mucho tiempo a Effy. Hoy en día tiene un pasaporte M y un Dni F. Antes no podía postularse a puestos femeninos porque su Dni no estaba en femenino: ahora puede, sí, la van a llamar, tal vez si no pone foto, pero si va, ¿qué puede pasar?:
–Soy mujer y soy Trans, lo hermano, al serlo, lo soy. No me pienso de otra manera, entonces cuando voy a una entrevista yo me pienso Trans, supongo que la otra persona no me va a aceptar. Mido 1.80, tengo espalda ancha, no tengo tetas, por el desarrollo de la testosterona tengo pelitos que el láser no me va poder quitar, hay pequeños o grandes indicios que en su conjunto no me van a proteger de alguien transfóbico.


Experta en vacíos legales.

Cuando decidió operarse, su Obra Social, Osde, se lo negó. Si quería hacerlo en un hospital público tenía que entrar a una lista de espera de 200 chicas. Operan a una sola por mes. Claramente Effy no se iba a quedar esperando. Un quirófano por mes es lo único que pudieron conseguir los que están luchando en estos hospitales públicos. Se opera solo en CABA y La Plata: el interior otra vez permanece olvidado.
La Ley de identidad de género es una ley de avanzada, Effy lo explica así: “La ley de matrimonio igualitario a lo sumo resarcía a los afectados, nada más: en cambio,esta habla de la identidad de todas las personas, dice que vos, sin ser trans, tenés derecho a desarrollar tu género y expresarlo como vos quieras y tomar decisiones de tu cuerpo como vos quieras, y eso la gente lo perdió de vista. Creen que es la ley para la minoría de la minoría.”
Para no cubrir la intervención, Osde se amparaba diciendo que no estaba en el Plan Médico Obligatorio. Sin embargo la ley ya habla del Pmo, dice que toda operación que tenga que ver con la adecuación tiene que estar cubierta por el estado y las prestaciones u obras sociales, o sea... tiene que estar cubierta.

–¿Nadie más reclama?
–Osde se aprovecha. Yo no me quiero victimizar, pero por el tipo de país en el que vivimos y por la cantidad de información que circula y de gente que se interesa, es una sociedad donde la población trans y travesti es la más vulnerada, la más ignorada, y si una chica, que a los 12 fue echada de la casa, se tiene que prostituir, decide operarse, no hablemos si quiere o no, DECIDE, y se acerca a Osde porque consigue Osde, porque se casa con alguien, porque consigue una buena prestación, va a Osde, un lugar fino, de guante blanco, con legitimidad, y va y dice “Tengo una ley y me voy a operar” y le dicen “No, no está en el Pmo” ¿qué va a hacer? Después de ser echada de la casa, de sufrir todos los maltratos, va a volver a la casa del novio, de la pareja diciendo “bueno” y no va a lucharla porque cuando se margina a una población no se le da herramientas justamente para defenderse. Yo  tuve la suerte de haber transitado una secundaria que me dio ciertas herramientas, haber pasado ciertas cosas en mi vida, haber tenido mucha contención de mi entorno, entonces me dijeron “no” y yo dije “¿qué?” y seguí.

Entonces pidió que le dieran ese NO por escrito y lo llevó a la Superintendencia de Salud. Desde la Superintendencia extendieron una carta donde le dicen a Osde que su decisión es “parcial, arbitraria, caprichosa y tendiente a justificar una práctica negativa de cobertura a la que el paciente tiene derecho a acceder sin intervención judicial “. Tomá. Pero Effy no podía esperar más tiempo (en abril cumple 26 años y pierde la cobertura de la Obra Social), así que su papá vendió una propiedad y con eso pagaron la operación particular para luego pedir el reintegro.
Fueron meses de ir a Osde, llorar, desilusionarse, porque Effy también se cae, se deprime, se cansa, se desilusiona y llora. Es humana (y mujer y trans y una luchadora). Hubo respuestas que parecían bromas, como cuando le dijeron que espere unos meses, que pasó lo mismo con la ley de los celíacos, que cuando salió tardaron seis meses en reglamentarla y al final les cubrieron sólo el 5% del tratamiento. Del otro  95%,  ni novedad. La escucho y entiendo que esta crónica yo la empecé a vivir hace rato, solo que ahora la escribo, porque yo la vi a Effy llorando el día de la aprobación de la ley y es cuando pasan estas cosas que ella me pregunta: “¿Entonces qué festejamos esa noche en la Plaza de los Dos Congresos cuando se aprobó la ley de identidad de género?” No sé qué responderle.

Hoy

Y más allá de la lucha, de la valentía, de las leyes, está el cuerpo. Parte de la operación consistió en acortar la uretra, y hubo complicaciones. Se infectó, se enfermó. Para abrirla nuevamente en el Durand tuvieron que meterle un fierro y remover. Effy explica, hace el movimiento circular y se ríe.  “Me dolió mucho”, dice  y el comentario no es necesario porque ya me está doliendo de verla. Para cuidar la zona tuvo que usar sonda por una semana. Se volvió a infectar. Fierrito de nuevo en la guardia. Sonda por dos semanas. Ella sabía que esto podía pasar, pero de tanto que vino padeciendo, no iba a ponerse en negativa. Quizás si hubiese asumido esa posibilidad como algo más probable habría llegado más preparada psicológicamente a lo que pasó en el postoperatorio. Por eso salió a contarlo, para que cualquier chica que esté por operarse tenga el panorama completo y personal de Effy. Con la sonda atada a la pierna y un cartel fue a la marcha del Orgullo a realizar su perfo. Otra perfo que interpela, genera más preguntas que respuestas. Effy comparte lo que vive, no para crear lucha colectiva sino para abrir caminos desde su lucha personal.
–Hay que tomar conciencia de que a la ley le falta un punto que explique que no solamente se garantiza  el acceso a la salud sino ¿qué es salud? La decisión ES salud, la decisión no es adecuar. Por eso yo salí (a la marcha) con un cartel que decía “el aborto es salud”, no es una cuestión de “¿Quién quiere abortar? ¿Quién quiere operarse?”, la salud TIENE que estar, arremangarse las manos e involucrarse. No es una cuestión moral, es una cuestión de salud.
Actualmente, el país se volvió Trans-friendly después de que Viviana Canosa y Marcelo Polino se agarraron de la identidad de género de Florencia de la V para criticarla. La misma Florencia Trinidad que habló tan emotivamente en La pelu, su programa del mediodía en Telefé para audiencia Atp es punto de controversia dentro del colectivo Trans, pero ahora estoy leyendo una nota que la misma Effy escribió para Página/12. No la cuestiona, pone el foco en el respeto y la ética de esos “comunicadores” (estas comillas las pongo yo) y se ofrece a dar talleres de concientización para estos últimos sobre identidades y problemáticas Trans.

Pasaron tres años desde su perfo “Nunca serás mujer”, pasó un año de la aprobación de la ley de identidad de género. En diciembre de 2013, Effy está esperando la respuesta de su obra social, Osde,  acerca del reintegro de su operación. Escribo esto, vuelvo a escuchar la entrevista, releo y estoy lleno de dudas, propias, sobre mí. Será que si después de una charla con Effy uno tiene más respuestas que inquietudes, claramente, no escuchó nada de lo que ella dijo.

Lucas Gutiérrez

domingo, 8 de diciembre de 2013

Los gauchos de la ciudad




                                                                                                         Susy Estévez

Mataderos –bautizado en sus orígenes como Nueva Chicago por haberse emplazado allí, al igual que en la ciudad de EEUU, la industria cárnica– es, quizás junto a La Boca, el barrio con más personalidad  e historia de la Ciudad de Buenos Aires.  Conserva su característica de casas bajas, veredas anchas y arboladas, vecinos con la silla en la puerta charlando y tomando mate. Barrio de gente sencilla y solidaria. De lunes a viernes, los obreros de la carne, con sus uniformes, lo visten de blanco. Como un destino manifiesto, se desarrolla allí la Feria de las  artesanías y tradiciones populares argentinas, que todos conocemos como la Feria de  Mataderos. El escenario principal, bautizado Antonio Tormo, está emplazado en Lisandro de la Torre y Avenida de los Corrales. Por allí pasan tanto las grandes figuras de nuestro folclore, como ignotos artistas. En sus dos cuadras de puestos de artesanos, de productos tradicionales y de comidas típicas, desfilan cada semana, miles de personas. Al mediodía, bajo la recova, no queda lugar disponible en las  mesas de madera o chapa  dispuestas por los diversos locales de comida, que sin especular con la alta demanda, ofrecen precios populares.  
A pesar de su carácter único  en esta ciudad, que por ello y por su excelente calidad, podría haberse desvirtuado a lo largo del tiempo y transformarse en una caricatura  de sí mismo, ha logrado mantener su espíritu auténtico. Los que concurren, bailan, comen locro, tamales y empanadas, son vecinos del barrio y de los alrededores del conurbano, dispuestos a disfrutar de la fiesta popular que todos los domingos, desde hace 27 años, organiza la licenciada Sara Vinocur, quien proyectó y logró concretar esta feria en 1986. El turismo internacional, tan ávido de lo típico, no ha llegado masivamente. Es un milagro no toparse con carteles en inglés.
Una de las principales atracciones de la feria,  que se ha mantenido inalterable desde sus orígenes, es la corrida de la sortija, cuya historia se remonta al Medioevo, cuando la nobleza cristiana  española la aprendió de los árabes. En el Río de la Plata, la sortija se hizo plebeya, patrimonio del hombre de campo. En una cuadra de Lisandro de la Torre, detrás de los puestos, se empiezan a organizar los hombres de a caballo. Cubren de arena una franja de la calle, instalan el arco con la sortija colgante, el micrófono y los altoparlantes que anunciarán el turno  a los jinetes y los resultados de sus corridas.
          En una de  las veredas se agrupan los gauchos con sus caballos, la familia que despliega mesas y sillas, donde empieza la ronda de mate y charla. En la otra el público que se va renovando en las dos horas que dura la carrera.
           ¿Quiénes son los gauchos que participan? Sara Vinocur, que los define como “ paisanos locos del asfalto ”, dice que pertenecen a diferentes centros tradicionalistas del conurbano. Que son o fueron trabajadores del Mercado Nacional de Hacienda, que todavía funciona en el mismo predio en que se desarrolla la feria. Cada domingo, la corrida es organizada por alguna de las agrupaciones gauchas que se hacen responsables de la convocatoria y la seguridad: El Sortijero de La Matanza, la Juan Moreira, El Balcón, El Resero, entre otras. La feria les da dinero para los gastos y los premios. También paga el seguro de los jinetes. Vienen de diferentes zonas del gran Buenos Aires: Villa Madero, Quilmes, La Tablada, Tapiales, Ciudad Evita, Monte Grande.
         Empieza la corrida. Son cincuenta metros que deben galopar. La estampida del caballo es impactante. En la primera movida de sus patas, arranca a una velocidad que supera al más potente automóvil. En un momento, el jinete se para sobre los estribos y con un puntero primero apretado con los dientes y luego entre los dedos, cuyo diseño y modelo elige cada uno,  trata de ensartarlo en la sortija que mide apenas dos centímetros de diámetro. Si la ensarta, cosa que a los de a pie nos parece un milagro, la debe sostener, pues si la sortija se le cae, el milagro no habrá valido de nada. Para frenar necesita un buen trecho. El público festeja con gritos y aplausos los aciertos.
        La carrera se desarrolla en ocho vueltas. La de este domingo no es de las más concurridas. Sólo corren nueve caballos: suelen  participar hasta veinte. Hoy organiza El Sortijero de La Matanza. Héctor Ríos, su presidente, está vestido como la mayoría, de rigurosa bombacha, botas y rastra.Él está a cargo de la locución y la planilla donde anota los resultados. Mientras va llamando a los que les toca correr y pide a los imprudentes del publico que no invadan la zona de galopada –¡ A ver Rubia si te corrés!, ¡Ese hombre con el chiquito, cuidado! –, cuenta que trabajó durante 30 años en el Mercado. Que cada corredor pone $ 50 y agregado a las “monedas” (sic) que les da la feria, se reparte como premio entre cuatro o cinco  ganadores.
        –Que se prepare el Pelado –reclama Héctor. Se refiere a Sergio, el más jovencito de los participantes. Sergio tiene 16 años. Me cuenta que corre desde los 7 en pagos del Uruguay, que de ahí son sus padres. Viene en representación del Centro Tradicionalista de La Tablada. De bombacha, boina y alpargatas, sale a la carrera rebenqueando a su tostado.
       –¡¡¡Y ahora vos Bombero!!! –grita Héctor. Así llaman al hombre canoso que monta el tordillo, pues se desempeñó durante años en la Policía Federal.
         Conversamos con Horacio Torres, del Centro Tradicionalista La Posta de Tapiales. Corrió desde los 9 años. Cuenta que se corría dentro del Mercado en las fechas patrias..Y a los 13 empezó a trabajar allí, donde estuvo 32 años. Ahora tiene un sulky con el que participa de los desfiles que se organizan los días de homenaje a la patria.
       Quien está al lado del arco y también a caballo es el sortijero. Lo llaman Tordo. Se ocupa de verificar si la sortija, que se ensarta en una tira de cuero enganchada al arco, está bien colocada, acomodándola o sustituyéndola en cada pasada. Como todos, viste bombacha y botas. Se cubre la cabeza, de pelo renegrido, largo y ensortijado, con una boina. La camisa celeste tiene estampadas en la pechera y en la espalda las imágenes en rojo del Gauchito Gil. Un chico de unos diez años recoge las sortijas que se caen y las que los jinetes que la ensartaron le alcanzan. Es el encargado de proveerlas al sortijero.
        El clima es de concentración  y dedicación a la tarea. Tanto para los que corren, como para los que se ocupan de las sortijas, parece no existir el público. Aun los que ensartan la sortija pasan lejos de donde se agolpan los espectadores, sin gestos triunfalistas, entregan la sortija al encargado y siguen su camino. El ambiente es de camaradería. Aquí no se manifiestan ni se alientan las rivalidades.
      Es común que corran el padre y el hijo. En esta corrida están Jorge Gago, que vuelve a correr luego de  20 años, con su hijo Héctor. Oscar Pensa participa con su hijo Roberto que corre galopando en un tobiano colorado y sus nietos. Ellos por ahora no corren, pero ya montan. Oscar es el más veterano de los paisanos. Viene de Ciudad Madero, donde mantiene en su casa el Centro Tradicionalista Juan Moreira .Con sus setenta y tantos, va deshilvanando sus recuerdos.  Corre desde hace 56 años. Dice que antes se corría los días de fiesta, por la Avenida de los Corrales,  que entonces se llamaba Chicago y los premios los daban los comerciantes de la zona. Le toca el turno. Jinete experimentado, rebenquea a su caballo blanco “Palomo” y arranca de costado a toda velocidad.
      Uno de los jinetes, en un gesto de caballero, le regala a esta cronista la sortija conseguida.
         Luego de la cuarta corrida, se hace una pausa, donde algunos de los paisanos “florean la tarde”, a decir de Hector Ríos. Ariel Figueredo en sus versos, homenajea a los paisanos sortijeros y también Oscar, el veterano jinete, dice un verso campero, que habla de ranchos abandonados por mujeres traicioneras. Al finalizar la octava vuelta, se cuentan los aciertos conseguidos. Sobre un total de 72 corridas, sólo consiguieron llevarse la sortija 15 veces. Los aciertos se distribuyeron entre  cuatro jinetes de los nueve que participaron. Invitando especialmente al próximo domingo  que es 10 de noviembre, dia de la Tradición  y que constituye la más importante fiesta gaucha, concluye una demostración más de esta tradicional destreza criolla.
                                                                                              Susy Estévez


lunes, 2 de diciembre de 2013

Pablo Pinto, el conquistador del oeste



Hoy, martes, Pablo Pinto tiene el pelo más endemoniadamente monstruoso que de costumbre. Me enseña cómo funciona ese lavarropas sin carcasa al que se le ven las entrañas, y aunque se peine con la mano llena el pelo le vuelve a saltar como si tuviera resortes. Pablo sirve café;qué linda le resulta esa Ariston Express de precio exorbitante, aunque ya está resignado a desprenderse de ella cuando pase el testeo y a volver al café de filtro o al mate cotidiano. Entonces Rubén se acuerda de Héctor Bordoni, su compañero de la escuela que hizo de indio en “El cóndor de oro” y que ahora hace de gaucho en la propaganda de Levité donde un chino es el asador, y Gustavo ofrece facturas y Claudio llega sobre el pucho, cuando hay que repartir las boletas de visita. Alguien llama para pedir un técnico porque tiene un anafe de seis hornallas que no hace chispa en ninguna de ellas. Pablo dice que la rutina en Servinor es sencilla, que su trabajo no tiene vueltas, que hace dieciséis, dieciocho años que la yuga a diario y que ahí son todos amigos aunque vayamos juntos a comer de tanto en tanto. Mientras Gustavo le permita tomarse los días necesarios cuando le aparezca un bolo, Pablo ya está contento. Y Gustavo se lo permite.
En un momento saldremos de recorrida: el único inconveniente es que uno, viendo la maraña de órganos alrededor, se siente completamente lego respecto del service de electrodomésticos.
–Nunca tuve vergüenza del trabajo –dice Pablo–. Menos afanar, hice lo que te imagines. Le pongo el pecho a todo. Si había que repartir pollos, repartía pollos, si había que cargar medias reses, cargaba medias reses, si a los 16 años había que ponerse un guardapolvo amarillo patito en un supermercado, me ponía el guardapolvo amarillo patito en el supermercado.
Servinor tiene la sede en Martínez a tres cuadras de la Panamericana y atiende el servicio de Ariston para la zona norte del conurbano bonaerense. El circuito de hoy incluye Acasusso, Punta Chica, San Fernando y Nordelta. En Acasusso hay que dejarle un lavavajillas a las asistentes de la señora en un departamento que en una primera impresión parece hecho a todo trapo, pero que si uno se fija bien descubre que las terminaciones no son más que molduras de yeso muy baratas. Camino a Punta Chica –donde, en una casa atenderemos un lavarropas que recibió un golpe de tensión y lo más probable sea, de acuerdo al diagnóstico previo, que se le extienda el acta de fallecimiento, y en otra casa le cambiaremos las bisagras a la tapa de un horno en la misma cocina donde recién terminaron de preparar brócoli pero sin salsa blanca, qué picardía–, pasamos por la estación Las Barrancas del Tren de la Costa. Por ese camino verde y sinuoso, Benítez iba a correr en los ratos libres para mantener la agilidad de Pablo.
–Una vez andaba sin guita y vi unos tipos haciendo vizcacheras en la calle, no querés laburar de esto vos que sos grandote, y laburé seis meses haciendo pozos, me quedaron los brazos así, bronceado, parecía que iba al gimnasio, me daba lo mismo que jugar al rugby. Todos la remamos de abajo en casa, portugueses, italianos, toda la familia. Mi abuelo, que tenía una florería frente a la plaza de Moreno, plantaba, cosechaba y vendía las flores él mismo. Mi viejo laburaba como técnico en BGH y después se puso una casa de artículos para el hogar en un barrio de gitanos también en Moreno. Le fue bárbaro durante muchos años, y cuando se fundió con la hiperinflación se puso a hacer electricidad del automóvil y pasó de manejar un flor de auto a hacer equilibrio en una bicicleta y nadie le negó el saludo.
En San Fernando, la señora de la casa está preocupada porque el lavarropas le deja un charquito de agua después de lavar. Pablo explica que la bomba de desagote junta mugre porque a lo mejor la señora le pone más cantidad de jabón que la adecuada. Yo le pongo hasta acá, dice la señora con culpa, y Pablo sostiene que mejor ponerle hasta aquí para que esto no suceda y la señora asiente y se queda tranquila porque Pablo le asegura que el lavarropas anda perfecto, como buen médico de familia que es. Está visto que las mujeres que atiende habitualmente Pablo son clientas conocidas, y que dada la familiaridad que ha entablado con cada una, ante la más mínima pavadita lo mandan llamar a él específicamente para que el hogar no se les vaya de las manos.
–Imaginate esta fajina de irte al suelo a cada rato con treinta y cinco kilos más. Le tenía que pedir a mi mujer que me rasque la espalda. De noventa me fui a ciento veinticinco. Y rapado. Metía miedo.
Y acota con cierta saña:
–A Triviño le metí miedo cuando entré encapuchado al bar y dijo o este es Benítez o este me afana. ¡Portación de cara!
Y Pablo se ríe mientras se le escapan los ojos de las cuencas y tiene que correr a buscarlos.
–Para mí Benítez es un tipo que viene de afuera, un tipo con la mirada triste, disconforme con su vida, un entrerriano que llega a Buenos Aires a ver qué pasa, Carlitos viene a Buenos Aires a laburar de artista, como decía Monzón en Soñar soñar, viste. Ah, sí, miralo en YouTube. Cuando gané el premio en Huelva tenía puesta la remera de Soñar soñar con la cara de Monzón. Y un saquito. Y no supe qué decir.
En el barrio La Alameda de Nordelta (ese cuyas callecitas nos recuerdan a Wisteria Lane    –la calle de las amas de casa desesperadas–, ahí donde hay que andar despacio con el auto porque sus niños juegan –los niños de los habitantes del barrio– y donde un guardia altisonante le exige por favor a Pablo que le entre por atrás –a la casa que vamos a visitar–), un lavasecarropas hace saltar la térmica porque la secadora hace masa y eyecta los tapones. Tan simple como anularle la secadora al aparato y usar el secarropas que tiene al lado, y ya que estamos fíjate por qué tarda tanto en cargar el agua y fíjese qué baja presión viene de la canilla, mientras uno pasa el secador por el porcellanato donde se armó el charco al quitarle la manguera (para algo estamos los asistentes, para secarle el agua o ajustarle los tornillos al técnico).
Paramos para comer bastante más allá de aquellas lagunas con fondo de cemento y pajarracos extrapolados. Pablo dice que no se sienta a almorzar, que se toma un yogur en alguna estación de servicio en algún momento de la tarde. Está más flaco que en la película pero de todas maneras es un tipo enorme, uno de esos que se para sobre un escenario y su presencia totaliza el espacio; sin embargo cuando uno lo escucha hablar con ese posible registro de tenorino espera que se le abra el pecho en dos, como cuando cuenta que su señora una vez le pidió que no fuera a Servinor y que fuera realmente a trabajar. A trabajar de actor, se entiende.
Cuando nos conocimos el viernes pasado Pablo Pinto me cuenta que Gustavo Triviño, el director de De martes a martes, le dijo que necesitaba un Juan Benítez más duro, y Pablo Pinto aumentó treinta y cinco kilos a partir del entrenamiento en un gimnasio de mala muerte en Moreno y de una dieta rica en proteínas, y cargó con el cuerpo del otro durante los doce meses previos al rodaje. Y Pablo, cuyo pelo atrabiliario no condijo con Benítez desde el principio, cazó la maquinita y se rapó hasta dejarlo en su cabeza como un pinche de medio centímetro. Sucede que su papá bandoneonista tenía una cámara súper ocho con la que a los nueve años Pablo y su hermano Eduardo filmaban cortometrajes en el lote de al lado de la casa, razón por la cual se aburrió en la única clase de teatro que tomó en su vida porque ya había experimentado bastante con esas películas que no cuenta de qué trataban y que para uno es mucho más feraz imaginárselas. Y mientras tanto, tocaba la batería y planteaba los videoclips de la banda y cambiaba de voz en el teléfono o de actitud frente a la caja del supermercado, cosa que todavía hace porque no puede resistirse a jugar con sus dos hijos como cómplices o con sus compañeros de trabajo como testigos, y todo ese fárrago de emociones que le causaba el juego diario de cumplir el rol de artista se tradujo en el deseo de ser actor de verdad, no importa si bueno o si malo, pero actor en serio, tarea que parecía destinada a los sospechosos de siempre pero no para uno mismo.
–Yo ya había colgado los guantes –confiesa el viernes en el teatro Gargantúa, después de entrevistarse para un papel en otra película – Tengo una familia que mantener, lo mío es laburar, no queda otra. Del laburo no me puedo quejar porque gracias al laburo tengo mi casa en Moreno, yo vivo en Moreno, y gracias al laburo hasta restauro muebles, tendrías que ver, los ventanales antiguos de mi casa los restauré yo, pura observación, pero la actuación era una deuda pendiente, si hasta debo materias del secundario, hasta que Lola Sosa, la directora de arte de la película, se acordó de mí por un bolo que hice en una publicidad y
De martes a martes muestra cómo Juan Benítez tiene una rutina armada: pecho, espalda, brazos, piernas. Se levanta bien temprano y va al gimnasio antes de entrar a trabajar en el taller textil. En la rutina de Benítez se cruzan la sonrisa de la quiosquera y la chicana del supervisor: con erotismo inocente una, plena de cinismo impune la otra; el sueldito que en casa a gatas si alcanza; las changas como gorila en boliches o fiestas privadas; la lidia con las aves de rapiña que anidan en el taller, y aquel puente sobre la Panamericana al que todo el tiempo se le mueve el horizonte. Tener el gimnasio propio es un anhelo de segunda mano pero Benítez, Juan Benítez, no ceja en el empeño. Sabe que tarde o temprano las cosas se le enderezarán. Y entonces el jueves a la noche Benítez, firme y derechito como camina, es testigo fortuito de una violación. Alguien viola a Valeria, la quiosquera. Él observa de lejos. El que la viola vive en el Bajo Belgrano, es un arquitecto que tiene su estudio en el centro, juega al golf los sábados y se llama Alfredo van den Westoizen. De todo esto se enterará Benítez a partir del viernes, después de buscar los datos del dominio del Audi gris al que Westoizen se sube después de cometer el abuso, ese auto de quinientas lucas. Esa es la cifra que le pide el lunes después de apretarlo el domingo a la mañana en la puerta de su casa: 500 mil pesos. El gimnasio propio. Salir de pobre. Y Benítez, ese tipo tan grandote al que no le combina el cuerpo con la timidez, ese que no aprende a fiarse de los demás, el mismo que por poca plata no se pelea con nadie, que cose a máquina en sobreturno para amarrocar el manguito, el mismo a quien por hacer fuerza se le ponen rojas las manos curtidas, se muestra distinto, brutalmente. O ese martes se muestra tal cual es. ¿Quién es Benítez? ¿Qué le pasó en los últimos diez años? ¿Fue el hombre de confianza de alguien, antes? ¿Estuvo preso? ¿Tan acostumbrado está a ver cómo los demás se abusan de los otros, que no le importa quedarse en el molde cuando es necesario? ¿Por qué tiene esa mirada espesa y devastadora en aquellos pregnantes ojos negros, profundos, tan profundos?
                Cuesta decirlo, pero Benítez es un hijo de puta. Un hijo de puta como Travis Brickle o como Claus von Bülow, y sin dudas que Pablo Pinto califica por este rol en la misma liga que Robert De Niro o Jeremy Irons en Taxi driver y Mi secreto me condena, dos películas con hijos de puta de antología. Todo el cuerpo de Pablo, sin exagerar, es de Benítez en la película: ese andar ágil que desmiente el esfuerzo del sobrepeso adquirido, las manos rudas con pequeñas cicatrices, las marcas de viruela en sus mejillas, el planisferio de señas particulares de un individuo que se diluyen en la ficción de otro. Y es sorprendente y en definitiva conmovedor que la comprensión total de Pablo Pinto respecto de su personaje convierta esta película en un rotundo objeto artístico. Uno sale del cine con la angustia de haber perdido un héroe en el camino, aunque al cabo de un rato, cuando recuerda que Benítez arropa a la hija dormida, le da un beso trémulo en la frente y se queda arrodillado como pidiéndole perdón, le cosquillee encendido el entusiasmo por haber conocido a uno de esos actores extraordinarios que con un solo parpadeo nos hacen creer que el océano se partió en dos, como dijimos de su pecho cuando algo lo emociona.
                De martes a martes se estrenó en Buenos Aires el jueves 3 de octubre de 2013, un año después de iniciar su carrera en los festivales de Biarritz (Francia, premio a la Mejor Película), Huelva (España, premios al Mejor Nuevo Director y Colón de Plata al Mejor Actor), y Mar del Plata (Argentina, premio Astor de Plata al Mejor Actor –compartido con el turco Ilyas Salman por la película Lal gece–). De martes a martes, gracias a la carrera que había hecho el año anterior, era uno de esos estrenos que en el ambiente del cine se esperaban con muchas ganas para esta temporada, pero tal vez debido a las exigencias para el cobro de subsidios del INCAA, o por el arbitrio en la distribución del cine nacional o debido al cumplimiento de la cuota de pantalla por parte de los exhibidores en las salas, podríamos decir que la película se estrenó para cumplir, con apenas tres copias y en una época de marcada merma en la cantidad de espectadores. Resulta lógico entonces que no haya despertado interés: de acuerdo a la información publicada el 7 de octubre en el sitio web cinesargentinos.com.ar, Rentrak EDI de Argentina informa que De martes a martes tuvo un promedio de 151 espectadores por copia entre el jueves 3 y el domingo 6 de octubre, el fin de semana de estreno en el que en total asistieron unos 483.000 espectadores a las salas de todo el país (un 34% menos que en la misma semana de 2012) y la película más vista fue Dragonball Z: La batalla de los dioses.
                –Sabés que una vuelta estamos haciendo un pozo frente a una casa muy linda, y un pocero paraguayo la mira, la mira, dele mirarla, hasta que se le llenan los ojos de lágrimas y me dice algún día voy a tener una casa así, y un vino. De ahí lo saqué a Benítez me parece – y por un momento Pablo se calla y mira al frente, quizás porque en el camino a Moreno el asfalto esté cuarteado y la trajinada Berlingo verde inglés sienta el traqueteo en los elásticos.
Moreno, puntualmente, como en el far west, es una ciudad seca de calles polvorientas, edificios bajos y el cielo amplio que al atardecer se puebla de múltiples tornasolados. Pablo Pinto hoy tiene en Moreno el mismo fulgor de celebridad que tenía antes de transformarse en actor de cine. A lo mejor la gente le sonría con una sonrisa más amplia y Pablo la mire con una caricia de agradecimiento. Llegamos ahí donde él vive, cerca, a diez cuadras, porque a uno le conviene más tomarse el tren para bajarse en Once. Al otro lado de la plaza está más tranquilo para hacer fotos, sugiere, e indica dónde estaba la florería del abuelo, en diagonal a la municipalidad y en línea recta a la iglesia.
Le agradezco que me haya permitido acompañarlo al trabajo y le pido un autógrafo. Está muy claro que él no es el personaje aunque Marcelo, el mecánico que trabaja al lado de Servinor, al verlo le grite
–¡Benítez, hágala bien!

que es lo mismo que le azuza el taimado supervisor González al forzudo en la película. Y uno se pregunta por qué Pablo trabaja de otra cosa si es actor y por qué tendría que cambiar su vida laboral si siempre carga su caja de herramientas y no le pesa, qué nos lleva a naturalizar tanto absurdo maniqueísmo alrededor del triunfo y la voluntad en el trabajo y en el arte, si al fin y al cabo uno conquista el universo cuando encuentra un espacio en el mundo y tiene el corazón en las pupilas.

Carlos Diviesti