El
10 de junio de 1935 un corredor de bolsa neoyorquino y un cirujano originario
de Vermont descubrieron en Ohio un hecho nunca antes advertido en toda su
envergadura: cuando los alcohólicos en abstinencia conversan sobre sí mismos,
sobre lo que les sucede cuando dejan el alcohol y sobre las razones por las
cuales necesitan esa sustancia para vivir, olvidan por un rato sus ganas de
beber. El corredor de bolsa y el cirujano, alcohólicos ellos mismos, habían
intentado ya, cada uno por distintas vías, dejar la bebida en varias ocasiones,
pero sin ningún resultado. Mediante su descubrimiento, en cambio, consiguieron
lo que no habían podido lograr cada uno por su cuenta.
Veinticinco
años después, en Los Ángeles, surgió la idea de que ese mismo método que había
servido a los alcohólicos quizá podría servir también a quienes no podían dejar
de comer de forma compulsiva. Así surgió Comedores Compulsivos Anónimos. Esta
es la historia de unos pocos comedores compulsivos argentinos en recuperación,
sobre sus reuniones y su inframundo. También es una historia sobre la gordura y
la comida. Y también sobre las palabras. Pero no nos traguemos todo a la vez.
Ir
por un café
A
ese que viene ahí le vamos a llamar Gustavo.
–¿Vos sos Camilo?
–Sí.
–Sos
muy expresivo: te veías totalmente perdido.
Gustavo
me gasta como si ya nos conociéramos. En cierto sentido es así: hemos hablado
por teléfono, nos hemos cruzado mensajes y nos reconocimos de inmediato. Sin
embargo, algo no cierra: yo esperaba encontrarme con alguien obeso y Gustavo
está lejos de serlo. Que esperaba encontrarme con alguien obeso es un decir. No
lo “esperaba”, puesto que estaba seguro. Más tarde, cuando repase mentalmente
la tarde, esa seguridad me parecerá de lo más absurda. Es un poco como quedar
con un alcóholico anónimo y suponer que lo encontrarás completamente borracho.
Junto
a Gustavo viene alguien a quien podríamos llamar, por ejemplo, Nelson. Tampoco
él coincide con mi imagen mental de un comedor compulsivo: vino en bici y ropa
deportiva y rápidamente estamos conversando, como dos avezados ciclistas, de
las bondades y limitaciones de las bicicletas plegables. A la comedora
compulsiva que se suma de última al café, esa rubia de ojos claros, la vamos a
llamar Claudia. Y si el estereotipo no funcionaba con Gustavo ni con Nelson,
tampoco va a funcionar con ella, porque Claudia es una mujer radiante y
desenvuelta, de unos treinta y tantos años que ahora sí, definitivamente, ha
puesto en crisis mi idea de cómo luce un comedor compulsivo.
Los
tres son de un hablar raudo y certero, así que con permiso, voy a ponerle play a la grabadora mental.
Comer
para no sentir
–Mirá:
yo llegué a pesar 20 kilos más de lo que peso ahora –dice Gustavo. Después de
un tiempo me fui de los grupos, pero volví luego de un infarto. Salí del
hospital y me di cuenta que tapaba todo mirando a la heladera. Para mí comer
era como usar una droga: utilizaba la comida para no sentir.
Intento
imaginar a Gustavo con 20 kilos más pero no logro hacerme la imagen.
–El
asunto no tiene nada que ver con el hambre. Esto que te voy a decir no es algo
que por ahí se diga en OA [Comedores Compulsivos Anónimos por sus siglas en
ingles: Overaters Anonymous] pero es algo que yo pienso: una cosa es
el hambre de Dios, el hambre que me recuerda que tengo que comer para vivir, y
otra cosa es el hambre que me hace comer lo que no quiero.
–¿Pero
no es un poco confuso el límite? –reparo–. Alguien que se declara alcohólico o
que considera que tiene problemas con el resto de drogas comienza su
rehabilitación deteniendo su consumo. Pero ustedes no pueden dejar de comer.
Claudia
interviene como si enseñara a un niño a multiplicar 1 por 2.
–En
realidad, para nosotros el límite es muy claro. Venís de hacerte daño con la
comida. Hay un termómetro interno que te dice de inmediato cuándo estás
comiendo para satisfacerte y cuándo no.
A
medida que la conversación avanza voy comprendiendo mi propio prejuicio: creer
que un comedor compulsivo es necesariamente una persona obesa implica una
visión bastante pobre del asunto. Claudia me explica –y más tarde tendré
oportunidad de confirmarlo con mis propios ojos– que en los grupos de OA
convergen, entre otros, obesos, anoréxicas, bulímicos y gente que sube y baja
de peso repetidamente. En suma: gente que tiene un problema con su forma de comer. El asunto es la
relación con la comida, no la comida per
se.
–Yo,
por ejemplo, llegué por un exceso de peso –añade Gustavo– pero algunas veces
tuve comportamientos y actitudes anoréxicas o bulímicas. Por ejemplo, si en una
fiesta comía de más me decía a mí mismo que no importaba porque luego, de
última, podía tomarme un laxante. O por ejemplo: comía de más y luego pensaba
que mediante una sesión extrema de ejercicios podía compensar.
Nelson
andaba trayendo los cafés, pero ya volvió.
–Y
al ser la comida una práctica que reúne a la gente, ¿no se les complica estar
en actividades sociales que giran en torno al comer?
–Es
que el problema no es la comida. El problema es comer para no sentir.
La
voz de los especialistas
Nelson
va al nutricionista desde que cumplió los once años. Los comedores compulsivos anónimos
no reniegan de otras alternativas o tratamientos para lo que, por comodidad,
voy a llamar acá “desórdenes alimenticios”, pero en el tono se adivina que se
trata de tratamientos con una lógica distinta a la de OA. De hecho, mientras
que la ciencia parte confusamente de que los trastornos de la alimentación se
originan en una suerte de híbrido entre la dejadez moral y la patología médica,
los 12 pasos que los OA adaptaron de Alcohólicos Anónimos parten de la premisa
de que sólo se puede superar una adicción cuando uno admite que la tiene. A
partir de ese primer paso referido a la admisión de una incomodidad con las
propias prácticas alimentarias, el comedor compulsivo emprende en OA un camino
compuesto por once pasos más en busca de un bienestar físico emocional y
espiritual que apenas tiene que ver con dietas o regímenes alimentarios. Según
Nelson, sin embargo, los nutricionistas comprenden cada vez más la ineficacia
de las dietas. Para él, lo que dicen los expertos se asimila cada vez más a lo
que se recomienda en los grupos de OA.
No
obstante, esto no siempre fue así. Un breve recorrido por la literatura
especializada revela, en efecto, que la gordura fue “inventada”, en parte, por
instituciones médicas y sanitarias. Que
el comer posee una dimensión simbólica que trasciende la necesidad natural es
algo que se sabe desde que Lévi-Strauss publicara su estudio Lo crudo y lo cocido. Dado este hecho, los especialistas señalan
que la preparación e ingestión de alimentos ha poseído una dimensión cultural
desde los inicios de los tiempos. En otras palabras, como indica el historiador
de la ciencia Paolo Rossi en su libro Comer:
necesidad, deseo, obsesión, “las maneras de nutrirse pueden decirnos algo
importante no sólo acerca de las formas de la vida, sino también acerca de la
estructura de una sociedad y las reglas que le permiten perdurar y desafiar al
tiempo”. Si el acto de comer posee una veta cultural, si los alimentos y su
ingestión no dependen por completo de necesidades biológicas, las instituciones
sociales vinculadas al ámbito alimentario sin duda juegan un papel en lo
referido a los desórdenes de alimentación.
Según
la Historia de la gordura del teórico
francés George Vigarello, “lo gordo” no sólo surge como estigma a partir de la
patologización del grosor corporal, sino que además la propia noción de gordura
es el resultado de un lento avance de unos saberes que, como el saber del
médico, sustraen a la gordura su viejo hálito de prestigio (surgido en el marco
de las tremebundas hambrunas medievales) y la convierten en un problema. Para Vigarello, el avance en la
estigmatización de la gordura se da entonces de la mano no solo de cambios en
la percepción de la estética corporal (cambios que se consolidarán solo de
forma tardía, a inicios del siglo XIX) sino también, y sobre todo, de la mano
de una medicina que inventará balanzas, promedios “sanos” de peso y formas
dramáticas de describir la abundancia de carnes. De modo tal que la misma
medicina que hizo posible la “invención” de la gordura, se rasga ahora las
vestiduras indagando las razones por la cuales miles de personas le temen. Esto
por no hablar de la sobreoferta de alimentos (cuya dramática contrapartida es
el hambre de millones de personas en los márgenes del mundo) que es la que, en
última instancia, posibilita la obesidad y sus reversos: la anorexia y la
bulimia.
Pero
volvamos a Nelson.
–A
mí ir al nutricionista me ha ayudado, pero los grupos son los que me han
permitido mantenerme. Cuando llegué a OA pesaba 40 kilos más de lo que peso
ahora. A mí la nutricionista me dice “Usted no tiene que hacer una dieta”, y es
lo mismo que decimos nosotros.
–Yo
muchas veces logré bajar de peso con esos métodos, pero el tema, luego, era
sostenerlo –añade Claudia.
Dentro
de la filosofía de los Comedores Compulsivos Anónimos no hay una receta para
bajar o subir de peso. De hecho, bajar o subir es secundario. El programa, más
bien, está concebido para practicarse en primera persona, como una búsqueda
personal exenta de gurús. Cierta
caricaturización de los programas estilo Comedores Compulsivos Anónimos señala
que se trata de programas de autoayuda. Pero “autoayuda” es Paulo Coelho. Esto
se trata, más bien, de Nelson encontrando algo que le ayudó a bajar 40 kilos
para poder moverse. Se trata de Gustavo saliendo del hospital y encontrando una
manera de salvar su vida luego de un infarto.
La
reunión
Para
comprender la diferencia entre los comedores compulsivos y Paulo Coelho me
bastó con entrar al grupo. Mi asistencia es en carácter de invitado, por lo que
procuro sentarme en un rincón para no perturbar. Una vez al mes, en este grupo
en particular (pues en la Argentina existen varios más), se realiza una reunión
“abierta”, a saber, una a la cual pueden asistir invitados. Lo que me dijo Claudia respecto a la
diversidad en la composición del grupo queda ahora confirmado: la conformación
es tan variopinta que entre las 11 personas que asisten a la reunión de hoy es
más sencillo encontrar diferencias que similitudes. Si alguien entrara en este
cuarto y tuviera que adivinar qué reúne a estas personas, la tendría difícil.
Además de Nelson y Gustavo, de quienes ya sabemos algo –Claudia se fue cuando
terminamos el café– vamos a decir que acá hay diferencias no solo de
contextura, sino de edad, clase social, género, origen y proveniencia
profesional. Lo único en común entre los once cuerpos de esta sala es que
tienen problemas con la comida y que buscan una manera de sobrellevar esos
problemas.
Peor
he aquí que sucede algo interesante: a diferencia de la fórmula simplona de la
dieta, o de la cifra estándar de las 2000 calorías de los nutricionistas, acá
cada quien debe dar con su propio método. Lo que sirve a un OA no tiene que
servir a otro; lo que se abstiene de comer un OA no necesariamente está vedado
para todos los otros. A diferencia de las fantasías individualistas de la
autoayuda (basura del tipo “solo tienes que proponértelo para lograrlo”) me
encuentro con once reflexiones singulares: once formas de ver el mundo. No
obstante, entre la observaciones de uno y otro se teje un sentido, una verdad
colectiva. Algo que no es solo la sumatoria de once visiones individuales.
El
género de la gordura
–A
diferencia de otros grupos de 12 pasos –me había explicado Gustavo en el café–
en OA hay más mujeres que hombres. Supongo que para una mujer está peor visto
estar gorda, por lo que hay más presión para ellas en lo referido a la
alimentación.
–Sin
embargo el sufrimiento es el mismo –agrega Nelson.
En
la reunión tengo posibilidad de constatar lo que ha dicho Gustavo: son tres
varones por ocho mujeres.
–Inclusive
los libros que usamos están escritos en femenino. ¡Algunos compañeros cambian
el género cuando les toca leer en vos alta!
Donde dice “nosotras” leen “nosotros” –dice entre risas Gustavo.
De
costado vuelvo a ver a Claudia. No puedo evitar pensar en la ironía de que
cuando las mujeres defienden un uso neutral del lenguaje reciben todo tipo de
críticas, pero cuando sucede al revés, no. Pero esa es harina de otro costal
(¿o no?).
–Lo
importante es que aquí no discriminamos: cualquiera es bienvenido –sentencia
Nelson.
En
su Historia de la gordura, Vigarello
da cuenta de la génesis de esas diferencias en la percepción del peso según el
género, y se refiere, inclusive, a “dos universos de cultura adiposa”. La
explicación histórica se da en términos de percepción de la belleza: mientras
que desde finales del siglo XVI se consolida una belleza masculina asociada al
“afuera” y al encuentro con las cosas y las personas, la belleza femenina queda
signada por el “adentro”, es decir, se constituye como una belleza decorativa.
En su ensayo “El cuerpo y sus descontentos”, la filósofa uruguaya Laura Gioscia
apunta: “La gordura termina haciéndonos un favor: nos muestra la relación entre
el sexo y el entramado social”.
Sin
embargo, independientemente de estas consideraciones, como lo señala Nelson, la
difusión y aceptación de normas y prohibiciones en términos alimentarios,
acaban alcanzando y haciendo sufrir a cada vez más personas (no sólo a los
varones, sino, por ejemplo, cada vez más a adolescentes y niños). La concepción
de la OMS de la obesidad como epidemia sugiere precisamente eso: que la
obesidad la puede sufrir cualquiera, independientemente de su género. Se trata
de un diagnóstico, cierto, pero que también puede operar como amenaza, con lo
cual volvemos a la paradoja de antes: la de una medicina que por un lado
prescribe la delgadez pero que luego se lava las manos con respecto a fenómenos
como la anorexia y la bulimia.
El
peso de las palabras: de vuelta a la reunión
¿Qué
se hace en las reuniones? Es simple: hay una moderadora que anota los nombres y
se encarga de dar la palabra a los participantes. Cada uno/a habla de su día,
de las dificultades que encontró, de su estado emocional y de cómo intentó
hacerse cargo de sí en las diferentes situaciones que enfrentó. Cada uno/a
explica la manera en que utilizó las consignas de los OA para atenderse y no
tener que comer compulsivamente. Cada uno/a habla sobre sí, sin dar consejos ni
prédicas redentoras. ¿Es eso todo lo que hacen los OA, hablar?
Si.
Bárbara comenta sobre su temor a las fiestas y a enfrentar las desaforadas
comilonas colectivas de fin de año. Ana dice que está convencida de que si no
se acepta gorda, nada le garantiza que algún día se logre aceptar si llega a
estar delgada. Lucía cuenta que logró seguir el plan de alimentación que se
había escrito para sí misma al levantarse en la mañana. Alguien habla de sus
desencuentros con un guardia de seguridad y de cómo logró manejar la situación
sin tener que atiborrarse luego de comida. Julia refiere sus dificultades para
manejar el ruido nervioso del vecindario sin dulces ni atracones. Mariana dice
que no sabe muy bien si cree en Dios o no, pero que al menos sabe que al
asistir al grupo ya no se siente tan sola.
Y
ese que está sentado ahí, soy yo.
—Camilo,
sobre un tiempo de la reunión. ¿Querés decirnos algo?
No
dije nada.
¿Eso
es todo lo que hacen los OA, hablar? Sí. Pero es que las palabras también
tienen su propio peso.
Nota
aclaratoria
Los
nombres utilizados en esta crónica, a petición de los entrevistados, han sido
cambiados para preservar su anonimato. Los entrevistados han solicitado,
además, que la presente nota consigne que los grupos de OA son libres,
gratuitos y confidenciales. Para más información sobre los grupos de OA a nivel
mundial visítese www.oa.org o, en castellano, espanol.oa.org
Camilo Retana
Muy buena crònica que involucra al lector en gènero, edad,calorìas y peso de la palabras.Excelentes las inclusiones de las referencias teòricas en el relato. Apunto a las tres para mi lectura.
ResponderEliminarQue buen trabajo Camilo, a medida que se avanza en la lectura se derriban prejuicios, mitos y comprendes el tema desde otro lugar.
ResponderEliminar"la difusión y aceptación de normas y prohibiciones en términos alimentarios, acaban alcanzando y haciendo sufrir a cada vez más personas"es cierto esto que decis. Muy buena cronica, aprendi mucho.
ResponderEliminarcamilo y dany, va un abrazo desde san josé. me alegra que hayan coincidido en bbaa.
ResponderEliminarqué buen brete