Lunes por la noche.
El primer descubrimiento de esta historia es que ya no
hace falta un mapa para iniciar un viaje.
Nunca hasta ahora he viajado en el Belgrano Norte y apenas he escuchado alguna
vez el nombre de Sourdeaux. Después recordaré quién pudo habérmelo dicho por
primera vez. Alguien me ha pedido que tome ese tren, que baje en esa estación.
“Soy un soldado”, me sonrío en silencio sin medir las consecuencias. Hago lo
primero y más fácil que se me ocurre: ingresar “Sourdeaux” en el buscador y
esperar la suerte.
Miércoles por la mañana.
La cabecera del ferrocarril Belgrano Norte está en
Retiro, donde también están las terminales del Mitre y el San Martín. La del
Mitre es la hermana mayor y se impone como postal de la zona, por su tamaño y
su esplendor antiguo. La del San Martín es la menor y la menos afortunada, como
una Cenicienta a la que nunca le llegó su príncipe. En el medio, la estación
Belgrano. Por dentro parece una maqueta:
es imprevistamente limpia, coqueta, luminosa. Por fuera es tan linda que dan
ganas de borrar del recuerdo el resto del paisaje hacinado de Retiro y quedarse
sólo con este ejemplo de la arquitectura francesa en Buenos Aires.
El tren –de chapa roja, rutilante - arranca con
puntualidad hacia Villa Rosa, en el partido de Pilar. Pasa por lugares que
tienen nombres como Munro, Boulogne, Grand Bourg. Todas son como la terminal,
como el mismo tren: inesperadamente limpias, recién pintadas, con profusión de carteles
con los colores de la empresa concesionaria: rojo, blanco. Y verde. Los
terrenos que bordean la vía son un parque infinito, una constante sucesión de terraplenes
delimitados por añejas vigas de madera, hiedras que escalan altos muros de
ladrillo. El tren va rápido: el estruendo de los motores diesel obtura el
pensamiento. Todo paisaje en fuga cobra una cierta irrealidad.
Atrás van quedando las estaciones que corresponden a
Vicente López, San Isidro, Tigre. En algún momento un puente de hierro cruje
bajo las ruedas. La vía se eleva respecto al nivel del terreno y hacia abajo
puedo ver algo que ya no es parque, sino bosque, cada vez más denso, cada vez
más abajo. Entonces el tren alcanza el kilómetro 30 y frena en medio de dos
andenes desangelados. Leo el cartel: Ingeniero Adolfo Sourdeaux. Mi destino.
El andén desemboca en una ancha calle transversal: la
avenida Santiago Derqui. El lugar es chato: ninguna construcción supera los dos
pisos. Las cuadras aledañas a la estación son como un Once a pequeña escala, repletas
de locales comerciales y de manteros amontonados en cien metros. Más allá todo
se ve un poco ruinoso: las canchitas de fútbol, las casas de ladrillo sin
revocar, el asfalto percudido que
termina convirtiéndose en tierra, un frente azul con letras naranjas que dice “Sociedad
de Fomento Km 30”. Confirmo un dato que alguien me dio: que para los lugareños
su hogar no está en Sourdeaux, sino acá: en el Km. 30.
Recorro algunas cuadras pensando cómo seguir, hacia dónde,
con quién. Entro en un local donde venden ropa de mujer y de niño, con un largo
mostrador de fórmica al frente y detrás, muchas estanterías metálicas con pilas
de prendas prolijamente ordenadas. Nadie sale a atenderme y pienso que me
equivoqué al elegir este negocio. Pero no: de repente, de entre bambalinas,
aparece la propietaria.
La dueña de “Tienda Adrián” debe tener unos 50 años y
responde por entero a ese tipo humano que infaustamente se sigue llamando “Doña
Rosa” Es muy simpática o tal vez mi
cara, como la de aquel personaje de Benedetti, la invite a la confidencia,
porque apenas me ve es ella la que inicia un monólogo que aliento con sonrisas
e interjecciones. Hasta que pregunta, alentada quien sabe por qué sospecha, si
ya me pagaron el sueldo este mes. La respuesta es no. Eso parece alegrarla, en
la confirmación de que la economía es un desastre “aunque esta Presidenta que
tenemos diga que está todo bien”.
Después dirá que siempre vivió y trabajó en este
barrio donde al menor amago de crisis la gente deja de comprar todo menos
comida, que durante la dictadura la pararon dos veces en la calle para pedirle
los documentos y chau, pese a lo cual ella estaba “tan feliz cuando vino la
democracia”, porque era jovencita e ilusa, pero que en los saqueos de 1989
perdió todo y tuvo que empezar de nuevo. Y redondea: “La verdad es que en este
rubro nunca estuvimos mejor que con Menem”. Le compro una remera blanca. La
pago 65 pesos.
Lunes por la noche
Alfredo Sourdeaux se formó en un municipio que ya no
existe: General Sarmiento. Tal vez sorprenda un poco esta denominación, porque
de todos los aspectos del prócer, el de jefe militar es el menos reconocido. Pero
la sorpresa se aminora cuando se sabe que en la zona que ocupaba General Sarmiento
está Campo de Mayo, la guarnición militar más grande del país. La influencia de
este hecho en el territorio es decisiva y por momentos, perturbadora.
General Sarmiento se fundó en 1889, reuniendo en un
partido pequeñas localidades que antes pertenecían a Pilar y a Tigre junto con dos
ciudades principales: San Miguel y Bella Vista. El fundador de estas últimas
era un agrimensor y geólogo francés que fue pionero en la zona: el ingeniero Adolfo
Sourdeaux. Cuando murió, en 1883, los
diarios le dedicaron los elogios al uso: benemérito amigo del progreso, honorable
cultor de la civilización.
El partido prosperó gracias al tendido ferroviario
que lo recorría. En 1948 el gobierno de Juan Domingo Perón nacionalizó los
ferrocarriles y la Compañía General, de origen francés, se convirtió en el
Ferrocarril General Belgrano. Entre las estaciones Don Torcuato y Grand Bourg
había en ese momento un apeadero sin nombre, usado por los obreros que de a poco
iban poblando el suburbio. En 1950 le colocaron un cartel sin más propósito que
señalar su ubicación. Decía: “Km 30”.
En 1974 el apeadero del kilometro 30 se transformó en
la estación Adolfo Sourdeaux, y el mismo nombre recibió el pueblo que se había
formado en sus inmediaciones, en homenaje al fundador de la cabecera de partido.
La alegría post mortem le duró poco al ingeniero. En 1994, el gobierno de la
Provincia de Buenos dividió General Sarmiento en tres: San Miguel, José C. Paz
y Malvinas Argentinas. A Alfredo Sourdeaux le tocó en suerte este último, un municipio
plebeyo que –leo en un diario local de la época– “no estaba en los planes de
nadie”.
No parece tan cierto. En 1995 los flamantes ciudadanos
de Malvinas Argentinas fueron a elecciones –las elecciones donde Carlos Menem
accedió por segunda vez a la Presidencia –y eligieron como intendente a Jesús Cataldo
Cariglino, nacido en Los Polvorines en 1956, de oficio panadero. Su gestión no
parece haberles disgustado, porque es el mismo intendente que han tenido en los
últimos 20 años, con mínimas interrupciones.
Sobre Cariglino hay miles de especulaciones, anécdotas
y sospechas. Varias de ellas lo vinculan con la más rancia derecha peronista y con
elementos de las Fuerzas Armadas, retirados o en actividad. Como intendente su logro
más destacado –no parece menor- es haber mejorado sustancialmente la
infraestructura de salud del municipio. Malvinas Argentinas tiene ocho
hospitales municipales. Frente a la estación de Sourdeaux hay un cartel enorme:
“Jesús Cariglino. El Pueblo te quiere. Gestión y coraje”.
Miércoles por la mañana.
Allí, frente a la estación, me encuentro con Matías. Alguien
me dio su teléfono y lo llamé con un poco de vergüenza pero con agudo sentido
del deber. Yo, ya lo dije, soy un soldado: él se llama Matías Coronel y tal vez
pueda darme las respuestas que necesito.
Matías tiene 27 años. Usa gorrita, bermudas y se
adorna con una sonrisa enorme que exhibe todo el tiempo. Caminó siete cuadras
desde su casa para encontrarse conmigo. Quiero invitarlo a un bar, pero no hay
bares en Sourdeaux. Antes había uno, pero de todas formas no era un lugar
recomendable, porque “estaban siempre los mismos tres o cuatro borrachos”. Él dice que la estación es un buen lugar para
charlar, cuando no hay guardas. Hoy hay dos, así que nos quedamos en una
esquina, bajo el cartel de Cariglino, y Matías me cuenta muchas cosas.
Me cuenta que es fotógrafo pero vive de arreglar
computadoras. Que ahora milita en Nuevo Encuentro, que antes militó con el pastor
evangelista César Castets, pero no quiso seguirlo cuando se alió con PAUFE y
con el PRO. Me cuenta que su papá también es pastor. Me cuenta que él no ve
cambios en el lugar donde vivió toda la vida, excepto un paso a nivel que
solucionó los eternos embotellamientos de Derqui. Me cuenta que una sola vez se
mudó (a Del Viso, en el partido de Pilar) pero no pudo acostumbrarse y en pocos
meses volvió al barrio. Todo lo dice con cierta resignación y mucho humor.
Menos esto: que muchas veces ha ido a arreglar una computadora a la casa de un tipo
del que sólo sabía el nombre, y hace poco se enteró de que es un expolicía que
cumple prisión domiciliaria por delitos de lesa humanidad.
Ya es mediodía y el sol castiga los andenes. Antes de
subir al tren que me llevará a Retiro, Matías me acompaña a recorrer varias
cuadras que bordean la estación: el lugar parece abandonado ante la inminente
erupción de un volcán. Lo que me cuenta es que cuando Ferrovías tomó la concesión
del Belgrano Norte, cerró todos los accesos para centralizar el flujo de
pasajeros sobre Derqui y controlar el pago de pasajes. Por eso las rejas, las
tapias, la gente que ya no camina donde antes caminaba, los locales cerrados. “Acá
estaba el único bar”, señala. Los tres o cuatro borrachos siguen ahí, como un
espejismo, pero ahora están sentados en el cordón de la vereda.
El tren rojo que
me llevará de regreso a Retiro se anuncia con largas pitadas y el estruendo de
los motores diesel. Hay un atajo que
Matías conoce. Me acompaña y gracias a él llego a tiempo, me subo, me siento
junto a una ventanilla. Me doy cuenta de que apenas pude despedirme. El tren
arranca, toma velocidad. Me aleja de esta gente, de esta tierra, de esta
historia. Todo paisaje en fuga cobra una cierta irrealidad.
Verónica Rodriguez