lunes, 1 de diciembre de 2014

Misterioso sacrificio ritual


                                                                                                            Miguel Prenz

Miguel Prenz logró algo que parece imposible: hacer de un caso escalofriante una crónica accesible y entretenida; morbosa pero interesante. Estudió en detalle lo ocurrido y construyó un relato que incluye giros inesperados para no aburrir al lector.
La Misa del Diablo comienza con una breve descripción del hecho: se trata del asesinato de un niño de once años con las características de un sacrificio ritual. Para esto ubica en tiempo y espacio lo ocurrido: Corrientes, ciudad de Mercedes en octubre del 2006. Presenta someramente a varios de los que conformarán el relato a medida que este avanza: además de la familia de Ramoncito -la víctima- hablará de varios vecinos y conocidos, entrevistará a algunos de los acusados y testigos clave y al equipo que se dedicó a investigar el caso para la Justicia.
Poco a poco, se va acercando al núcleo de los protagonistas abordando primero a los personajes más circunstanciales para luego llegar a los testigos clave y participantes activos del hecho. De esta manera logra espaciar estratégicamente la información para generar asombro y retener al lector. Con el correr de las páginas, distintos datos sufren modificaciones y abunda la falta de certezas.
Comienza con una declaración de Ramonita –testigo presencial del caso- que recapitula lo ocurrido en el supuesto sacrificio umbanda que tuvo como fin la decapitación de Ramoncito: esta parte, aunque espantosa e impactante por su contenido, es predecible en lo que respecta a la estructura de la crónica. Hace un repaso de los días previos al asesinato y la forma que tomó el rito, los diálogos de los asesinos, sus vestimentas y otros datos referentes a la situación.
El autor entrevista a los imputados y comienza a plasmar sutilmente su postura a través de sus sensaciones. Los describe sospechosos, incluso villanos, de una forma encantadora y convincente.
Luego, retoma las declaraciones de Ramonita sobre la madre del niño, a quien veníamos considerando una víctima más del hecho: dice sin vueltas que ella fue la entregadora. Este giro es completamente sorpresivo y logra el efecto buscado: atrapar. Prenz hace que en este punto sea imposible abandonar la lectura.

Con el fin de lograr un relato con giros y novedades pero evitar confusiones, coloca una declaración sorpresiva e inmediatamente retrocede en el tiempo para explicar de qué se trata. Prenz recapitula y menciona brevemente de qué forma venían sucediendo las cosas para que quede claro el salto en la narración y no deja de lanzar interrogantes que no han tenido respuesta, como la pregunta sobre los autores intelectuales del hecho.
                                                                             Rocío Zanini 

La práctica del salto


A toda esa tierra, a todo ese sol que impacta sobre la tierra, y a todo ese verde que crece con la lluvia y con el sol desde tiempos inmemoriales, en un momento dado, por una iniciativa política amparada en una necesidad demográfica, se lo llamó localidad. Y a esa localidad se la llamó Tierras Altas. Y Celia, que vive en la localidad de Tierras Altas, no entiende por qué le pusieron Tierras Altas si las tierras son medias o bajas y entonces siempre se inunda y ella la pasa mal. Pero aunque el agua se estanque, trepe hasta sus rodillas y las bolsas mal cerradas de basura merodeen el frente de su casa, tal vez por costumbre, por comodidad, o mejor, para hacerse entender, Celia seguirá llamando Tierra Altas a las tierras medias y bajas donde vive.
Celia tiene ocho hijos. Antes de morir su marido le dijo: “comprate una casa que quede cerca de la estación” y Celia se mudó, con sus ocho hijos, a esta casa que compró a la vuelta de la estación. Eso fue en el año 1990. Antes, unos años antes, la estación no existía, y cuando algo no existe, las historias se multiplican. Del cruce de los relatos que ofrecen el ferretero y la secretaria de la intendencia de Tierras Altas, surge un texto que dice más o menos así: (Se sugiere acompañar con una melodía animada y juguetona, puede ser “Tierra querida” de Astor Piazzolla, fácil de encontrar en Grooveshark o Spotify).

“En un momento dado, un poco después de la estación Grand Bourg, y mucho antes de la estación Tortuguitas, los muchachos saltaban del tren. Caían parados, y si había llovido hacían un surco en la tierra; y si la tierra estaba dura, amortiguaban con los tobillos. Pero las chicas no, y menos con los nenes chiquitos. Ellas bajaban en Grand Bourg y caminaban. Después se encontraban con los muchachos en la casa, o peor: a mitad de camino, porque los muchachos volvían a buscarlas. Entonces la situación no le servía a nadie porque cada tanto alguno se lastimaba, todos caminaban un montón, y encima los maquinistas se exponían a problemas porque claro, para que los muchachos saltaran ellos debían aminorar la marcha del tren, y eso no se podía”.

Y así fue durante un buen tiempo: antes de esta franja de amarillo intenso que traza el límite previo a las vías, antes del verde, también intenso de estos cestos de basura que por cantidad y equidistancia parecen excesivos, antes de estas cámaras de seguridad que atornilladas a un lado y otro de los postes de luz, si están provistas de un buen zoom, llegarán a registrar esto que escribo, es decir, en esa época antes de ahora, los maquinistas aminoraban la marcha y los muchachos saltaban: la estación no existía pero entre los muchachos y los maquinistas la hacían existir.
            La hacían existir hasta que un día, en el ocaso de la presidencia de Raúl Alfonsín, cuando Celia no podía siquiera imaginar el trágico suceso familiar y la posterior mudanza, exactamente el sábado 9 de julio de 1988, el mismo día que Antonio Cafiero y Carlos Menem se disputaban en elecciones internas la posibilidad de representar al peronismo en elecciones generales, se inauguró una estación entre Grand Bourg y Tortuguitas, y con ella, la práctica del salto se institucionalizó. A la flamante estación, parte integrante de la línea Belgrano Norte, se la llamó Kilómetro 38, que es la distancia que existe entre el Congreso de la Nación y este punto en la tierra.
Antes que se inaugure la estación, mucho antes que se monten la óptica, la ferretería, la panadería, la peluquería y la casa de lotería que hoy trazan una línea horizontal a un lado de la estación, antes que cimentaran el santuario de Gauchito Gil –que , adornado con una botella vacía de Michel Torino, una bandera argentina y restos de cera, hoy se erige frente a la estación–, antes que se instalara la salita de primeros auxilios a la que acude, del otro lado de la estación, cuando el asunto no es serio, Celia con alguno de sus hijos. Antes del asfalto, antes del cajero, sobre todo antes del asfalto y antes del cajero, antes que una ley provincial ordenara la desintegración del otrora Partido de General Sarmiento por considerar excesiva su extensión de 207 kilómetros cuadrados, y elevada su población de 650.000 habitantes, y antes de que esa misma Ley provincial promulgara a Malvinas Argentinas como una de las tres localidades resultantes de la desintegración, antes de todo eso, la localidad de Tierras Altas, es decir, a esa altura, unos centenares de casas con sus gallinas y sus motos, levantadas sin orden aparente sobre tierras medias y bajas, pasó a integrar el flamante Partido de Malvinas Argentinas, que primero se iba a llamar Manuel Belgrano por la coincidencia entre su terreno y el trazado de dicha línea ferroviaria, pero luego, por sugerencia del entonces gobernador de la provincia Eduardo Duhalde, se llamó Malvinas Argentinas
Ahora que la estación no hay que hacerla existir porque existe, hablo con Celia en la puerta de su casa; ahora que saltar del tren ya no es necesario y toda aventura se limita a sentarse con los pies colgados sobre la vía y procurar sacarlos a tiempo, ahora que los muchachos con las chicas y los nenes bajan, como corresponde, en la estación Tierras Altas, Sergio, el hijo menor de Celia, baja el volumen de un televisor que presumiblemente sintoniza un canal de noticias, se acerca a su mamá y se suma a la conversación. Sergio tiene veinticuatro años, los mismos años que lleva en esta casa, es decir, los mismos años que su padre ya no lleva. Sobre la estación, dice su mamá: que las cámaras de seguridad no sirven para nada porque cuando pasa algo resulta que no estaban funcionando; que ella, si tiene turno en Capital a las nueve y quiere llegar a horario tiene que salir de su casa un rato antes de las siete; que en el anden que va a Retiro hay baños pero que en el anden que va a Villa Rosa no y entonces cuando ella está esperando el tren para Villa Rosa y quiere ir al baño tiene que dar toda la vuelta por el paso nivel y eso es sumamente incómodo. Le pregunto a Celia qué hay en Villa Rosa y me dice que en Villa Rosa está su nuera. Le pregunto a Sergio, el hijo de Celia, por la estación. Me dice:

-¿La estación? Altas tierras.

Altas tierras le dice Sergio a la estación, en lugar de Tierras Altas. Y antes le decían Kilómetro 38, eso decía el cartel que aún endeble y con frecuencia borroso señalizaba la estación. Y antes no había cartel ni estación pero los muchachos y tal vez algunas muchachas y algunos nenes, saltaban justo ahí, donde la tierra se hizo cemento y al cemento se le trazó una línea amarilla que en la práctica no opera como delimitación de la zona donde se debe esperar al tren.
Mientras haya alguien que esté dispuesto a inventarse un propio sentido para las cosas, habrá algo en ese asunto de nombrar que se vuelva insuficiente. Quien invierta el orden de las palabras, quien haga pie en el barro, pero también, quien promulgue leyes, sobre todo aquellas que contemplen la caducidad que la práctica propone, producirá algo nuevo, una irrupción en el lenguaje, en el mejor de los casos un salto, y como todo salto, sin garantías.
                                                          Javier Cababié

viernes, 21 de noviembre de 2014

Sourdeaux, la ciudad sin bares


Lunes por la noche.
                El primer descubrimiento de esta historia es que ya no hace falta un mapa para iniciar un viaje.  Nunca hasta ahora he viajado en el Belgrano Norte y apenas he escuchado alguna vez el nombre de Sourdeaux. Después recordaré quién pudo habérmelo dicho por primera vez. Alguien me ha pedido que tome ese tren, que baje en esa estación. “Soy un soldado”, me sonrío en silencio sin medir las consecuencias. Hago lo primero y más fácil que se me ocurre: ingresar “Sourdeaux” en el buscador y esperar la suerte.

Miércoles por la mañana.
                La cabecera del ferrocarril Belgrano Norte está en Retiro, donde también están las terminales del Mitre y el San Martín. La del Mitre es la hermana mayor y se impone como postal de la zona, por su tamaño y su esplendor antiguo. La del San Martín es la menor y la menos afortunada, como una Cenicienta a la que nunca le llegó su príncipe. En el medio, la estación Belgrano.  Por dentro parece una maqueta: es imprevistamente limpia, coqueta, luminosa. Por fuera es tan linda que dan ganas de borrar del recuerdo el resto del paisaje hacinado de Retiro y quedarse sólo con este ejemplo de la arquitectura francesa en Buenos Aires.
                El tren –de chapa roja, rutilante - arranca con puntualidad hacia Villa Rosa, en el partido de Pilar. Pasa por lugares que tienen nombres como Munro, Boulogne, Grand Bourg. Todas son como la terminal, como el mismo tren: inesperadamente limpias, recién pintadas, con profusión de carteles con los colores de la empresa concesionaria: rojo, blanco. Y verde. Los terrenos que bordean la vía son un parque infinito, una constante sucesión de terraplenes delimitados por añejas vigas de madera, hiedras que escalan altos muros de ladrillo. El tren va rápido: el estruendo de los motores diesel obtura el pensamiento. Todo paisaje en fuga cobra una cierta irrealidad.
                Atrás van quedando las estaciones que corresponden a Vicente López, San Isidro, Tigre. En algún momento un puente de hierro cruje bajo las ruedas. La vía se eleva respecto al nivel del terreno y hacia abajo puedo ver algo que ya no es parque, sino bosque, cada vez más denso, cada vez más abajo. Entonces el tren alcanza el kilómetro 30 y frena en medio de dos andenes desangelados. Leo el cartel: Ingeniero Adolfo Sourdeaux. Mi destino.
                El andén desemboca en una ancha calle transversal: la avenida Santiago Derqui. El lugar es chato: ninguna construcción supera los dos pisos. Las cuadras aledañas a la estación son como un Once a pequeña escala, repletas de locales comerciales y de manteros amontonados en cien metros. Más allá todo se ve un poco ruinoso: las canchitas de fútbol, las casas de ladrillo sin revocar, el asfalto percudido  que termina convirtiéndose en tierra, un frente azul con letras naranjas que dice “Sociedad de Fomento Km 30”. Confirmo un dato que alguien me dio: que para los lugareños su hogar no está en Sourdeaux, sino acá: en el Km. 30.
                Recorro algunas cuadras pensando cómo seguir, hacia dónde, con quién. Entro en un local donde venden ropa de mujer y de niño, con un largo mostrador de fórmica al frente y detrás, muchas estanterías metálicas con pilas de prendas prolijamente ordenadas. Nadie sale a atenderme y pienso que me equivoqué al elegir este negocio. Pero no: de repente, de entre bambalinas, aparece la propietaria. 
                La dueña de “Tienda Adrián” debe tener unos 50 años y responde por entero a ese tipo humano que infaustamente se sigue llamando “Doña Rosa”  Es muy simpática o tal vez mi cara, como la de aquel personaje de Benedetti, la invite a la confidencia, porque apenas me ve es ella la que inicia un monólogo que aliento con sonrisas e interjecciones. Hasta que pregunta, alentada quien sabe por qué sospecha, si ya me pagaron el sueldo este mes. La respuesta es no. Eso parece alegrarla, en la confirmación de que la economía es un desastre “aunque esta Presidenta que tenemos diga que está todo bien”.
                Después dirá que siempre vivió y trabajó en este barrio donde al menor amago de crisis la gente deja de comprar todo menos comida, que durante la dictadura la pararon dos veces en la calle para pedirle los documentos y chau, pese a lo cual ella estaba “tan feliz cuando vino la democracia”, porque era jovencita e ilusa, pero que en los saqueos de 1989 perdió todo y tuvo que empezar de nuevo. Y redondea: “La verdad es que en este rubro nunca estuvimos mejor que con Menem”. Le compro una remera blanca. La pago 65 pesos.        
                 
Lunes por la noche
                Alfredo Sourdeaux se formó en un municipio que ya no existe: General Sarmiento. Tal vez sorprenda un poco esta denominación, porque de todos los aspectos del prócer, el de jefe militar es el menos reconocido. Pero la sorpresa se aminora cuando se sabe que en la zona que ocupaba General Sarmiento está Campo de Mayo, la guarnición militar más grande del país. La influencia de este hecho en el territorio es decisiva y por momentos, perturbadora.  
                General Sarmiento se fundó en 1889, reuniendo en un partido pequeñas localidades que antes pertenecían a Pilar y a Tigre junto con dos ciudades principales: San Miguel y Bella Vista. El fundador de estas últimas era un agrimensor y geólogo francés que fue pionero en la zona: el ingeniero Adolfo Sourdeaux. Cuando murió, en 1883,  los diarios le dedicaron los elogios al uso: benemérito amigo del progreso, honorable cultor de la civilización. 
                El partido prosperó gracias al tendido ferroviario que lo recorría. En 1948 el gobierno de Juan Domingo Perón nacionalizó los ferrocarriles y la Compañía General, de origen francés, se convirtió en el Ferrocarril General Belgrano. Entre las estaciones Don Torcuato y Grand Bourg había en ese momento un apeadero sin nombre, usado por los obreros que de a poco iban poblando el suburbio. En 1950 le colocaron un cartel sin más propósito que señalar su ubicación. Decía: “Km 30”.
                En 1974 el apeadero del kilometro 30 se transformó en la estación Adolfo Sourdeaux, y el mismo nombre recibió el pueblo que se había formado en sus inmediaciones, en homenaje al fundador de la cabecera de partido. La alegría post mortem le duró poco al ingeniero. En 1994, el gobierno de la Provincia de Buenos dividió General Sarmiento en tres: San Miguel, José C. Paz y Malvinas Argentinas. A Alfredo Sourdeaux le tocó en suerte este último, un municipio plebeyo que –leo en un diario local de la época– “no estaba en los planes de nadie”.
                No parece tan cierto. En 1995 los flamantes ciudadanos de Malvinas Argentinas fueron a elecciones –las elecciones donde Carlos Menem accedió por segunda vez a la Presidencia –y  eligieron como intendente a Jesús Cataldo Cariglino, nacido en Los Polvorines en 1956, de oficio panadero. Su gestión no parece haberles disgustado, porque es el mismo intendente que han tenido en los últimos 20 años, con mínimas interrupciones.
                Sobre Cariglino hay miles de especulaciones, anécdotas y sospechas. Varias de ellas lo vinculan con la más rancia derecha peronista y con elementos de las Fuerzas Armadas, retirados o en actividad. Como intendente su logro más destacado –no parece menor- es haber mejorado sustancialmente la infraestructura de salud del municipio. Malvinas Argentinas tiene ocho hospitales municipales. Frente a la estación de Sourdeaux hay un cartel enorme: “Jesús Cariglino. El Pueblo te quiere. Gestión y coraje”.
               
Miércoles por la mañana.
                Allí, frente a la estación, me encuentro con Matías. Alguien me dio su teléfono y lo llamé con un poco de vergüenza pero con agudo sentido del deber. Yo, ya lo dije, soy un soldado: él se llama Matías Coronel y tal vez pueda darme las respuestas que necesito.  
                Matías tiene 27 años. Usa gorrita, bermudas y se adorna con una sonrisa enorme que exhibe todo el tiempo. Caminó siete cuadras desde su casa para encontrarse conmigo. Quiero invitarlo a un bar, pero no hay bares en Sourdeaux. Antes había uno, pero de todas formas no era un lugar recomendable, porque “estaban siempre los mismos tres o cuatro borrachos”.  Él dice que la estación es un buen lugar para charlar, cuando no hay guardas. Hoy hay dos, así que nos quedamos en una esquina, bajo el cartel de Cariglino, y Matías me cuenta muchas cosas.
                Me cuenta que es fotógrafo pero vive de arreglar computadoras. Que ahora milita en Nuevo Encuentro, que antes militó con el pastor evangelista César Castets, pero no quiso seguirlo cuando se alió con PAUFE y con el PRO. Me cuenta que su papá también es pastor. Me cuenta que él no ve cambios en el lugar donde vivió toda la vida, excepto un paso a nivel que solucionó los eternos embotellamientos de Derqui. Me cuenta que una sola vez se mudó (a Del Viso, en el partido de Pilar) pero no pudo acostumbrarse y en pocos meses volvió al barrio. Todo lo dice con cierta resignación y mucho humor. Menos esto: que muchas veces ha ido a arreglar una computadora a la casa de un tipo del que sólo sabía el nombre, y hace poco se enteró de que es un expolicía que cumple prisión domiciliaria por delitos de lesa humanidad.
                Ya es mediodía y el sol castiga los andenes. Antes de subir al tren que me llevará a Retiro, Matías me acompaña a recorrer varias cuadras que bordean la estación: el lugar parece abandonado ante la inminente erupción de un volcán. Lo que me cuenta es que cuando Ferrovías tomó la concesión del Belgrano Norte, cerró todos los accesos para centralizar el flujo de pasajeros sobre Derqui y controlar el pago de pasajes. Por eso las rejas, las tapias, la gente que ya no camina donde antes caminaba, los locales cerrados. “Acá estaba el único bar”, señala. Los tres o cuatro borrachos siguen ahí, como un espejismo, pero ahora están sentados en el cordón de la vereda.  

                  El tren rojo que me llevará de regreso a Retiro se anuncia con largas pitadas y el estruendo de los motores diesel.  Hay un atajo que Matías conoce. Me acompaña y gracias a él llego a tiempo, me subo, me siento junto a una ventanilla. Me doy cuenta de que apenas pude despedirme. El tren arranca, toma velocidad. Me aleja de esta gente, de esta tierra, de esta historia. Todo paisaje en fuga cobra una cierta irrealidad. 
                                                            Verónica Rodriguez

Siempre tendré Zamudio


La primera noticia que tengo de Zamudio es que no es una estación de trenes, sino sólo un apeadero. Esa palabra me manda directo a Don Segundo Sombra más o menos; un lugar donde los gauchos se bajan del caballo a mear y a clavarse una ginebra, algo así.
Pero no. Un apeadero, ferroviariamente hablando, es una instalación mínima sin desvíos ni señales, prácticamente un andén y no mucho más que eso. No salen de ni llegan trenes a los apeaderos, sólo pasan por allí.
Zamudio es un punto en el ramal que une Merlo con Lobos, unos 68 km de vías que Trenes Argentinos recorre unas 15 veces al día de lunes a sábados y 12 los domingos.       
El sábado a las 9 de la mañana estoy en Once. El próximo tren sale a las 9:26. Deambulo un poco por ahí antes de subir. Hacía mucho que no entraba a esa estación. Ahora hay carteles electrónicos, está todo limpio y la atención en ventanilla es muy buena. Hasta me imprimen un papel con los horarios. Subo al tren a las 9:22 y cuatro minutos más tarde arranca puntualmente con destino Moreno. Pienso qué lástima que aquí mismo tuvieron que morir 51 personas para que podamos viajar así.
El vagón está impecable, nuevo. La formación se desliza suave y silenciosamente por Caballito, Flores, Floresta. El aire acondicionado es perfecto, los asientos, cómodos. Hay lugar de sobra. Es un día peronista, ¿qué más se puede pedir?
Exultante de orgullo nacional le comento a mi compañera de asiento lo bueno que está el tren, lo cómodo que se viaja, cómo cambió el asunto y la muy turra me dice que sí pero que los trenes anteriores, hechos mierda y todo, eran más rápidos. Le digo que sí, que sobre todo entraban más rápido en las estaciones. Fin de la conversación.
En Liniers sube un ciego que pide limosna, se dirige al público como un sargento del ejército a su tropa. Así, nos cuenta que tiene dos hijos y que con la pensión que le da el Estado no le alcanza para sostener a su familia. Hay una disociación entre lo que dice y cómo lo dice. Parece una performance, algo artístico. Está bien vestido y alimentado. Cuando se baja en Ciudadela toma del hombro a un flaco que estaba con él y se van caminando y riéndose.
Ahí nomás, tres pibitos de no más de 5 años entran solos al vagón. Corren, gritan y se trepan por los caños como monos. Mi compañera de asiento se asusta, dice que van a sacar navajas y nos van a degollar a todos. Me la quedo mirando. Un gendarme, que hasta ese momento no había visto, los reprime amablemente, les dice que se sienten, que es peligroso que anden así, que se queden en el molde. Los chicos lo miran como si no entendieran las palabras y se van corriendo y gritando para el siguiente vagón.
El sistema de sonido anuncia que la próxima parada es Ramos Mejía. En la estación hay pintadas contra el pollo Sobrero. Dicen: a vos te trajo Cirigliano. Ahí sube un vendedor  de mp3 en CDs. Es un dj ferroviario. Dice con voz de locutor: si te gusta el rock no te lo podés perderrrr y dispara desde su equipo, Pretty woman, walking down the street, pretty woman, the kind I like to meet… tiene un bafle cilíndrico en la mano, baja un poco el volumen y dice: está buenísssimo!!!  Y pasa a otro tema: Every breath you take, every move you make… Termina con John Fogerty preguntándose quién parará la lluvia, una supuesta metáfora sobre la guerra de Vietnam.
El tren navega como un transatlántico por Haedo, Morón, Castelar, Ituzaingo… dentro de esa cápsula china estamos protegidos de todos los males del mundo, allí todo es bienestar.
Aparece otro ciego gordo que canta cumbia cristiana acompañado por un guiro, un instrumento cilíndrico de madera con estrías, una especie de rallador que se toca con un palito. La letra habla sobre lo que le dijo David a Saúl, la simiente de Abraham, la tierra de Judah, y cosas por el estilo.
Sólo quedan dos estaciones, San Antonio de Padua y Merlo, donde podré bajar y tomar el ramal Diesel que llega hasta Lobos y bajarme en Zamudio, así de simple.
Pero no, no es tan simple y no va a suceder así. En Merlo me dicen que se están haciendo trabajos en las vías, están recuperando los ramales suburbanos que estaban prácticamente abandonados, que recién se puede subir al tren en Mariano Acosta, la tercera estación después de Merlo y dos antes de Zamudio. Me dicen que el 503 me dejará allí.
Saliendo de Merlo en el 503, la trama urbana empieza a deshilacharse, aparecen manchas de campo cada vez más seguido, algunas casitas, alguna planta industrial, y más campo. Dos pibes a caballo galopan  a 10 metros paralelos al bondi. Atrás hay vacas pastando.
Llegando a Mariano Acosta vuelve a aparecer una zona urbanizada: la Avenida Balbín, que bordea la estación. Allí pregunto a dos empleados del ferrocarril por mi tren a Zamudio, me dicen que no, que hoy ya no va a volver a pasar, que la cuadrilla que está cambiando las vías ya está llegando a Zamudio.
Les manifiesto mi necesidad inclaudicable de llegar allí. Se miran entre ellos con cierta intriga y me dicen que el ferrocarril pone unos micros pero que, misteriosamente, justo en Zamudio no paran. Pero que el 136 que puedo tomar ahí a unos metros me llevará, pero no cualquier 136, ¿eh?... sólo “El navarrero”.
“El navarrero” (lo llaman así porque va hasta Navarro, a 62 km de ahí) pasa 97 minutos después, ni más ni menos. En la parada desde media hora antes de mi llegada está Kevin, un pibe de veinte años con aspecto de wachiturro que cada tanto putea al bondi que no viene, dice: papá ¿cuándo vas a venir? la concha de tu madre. Es el tipo de pibe que asusta a las señoras de mi barrio. Remera rayada, bermudas y altas llantas Nike recién compradas. Fuma mucho, es muy flaco y tiene una pierna tatuada con un tigre. Me dice que el bondi pasar, pasa. Él lo toma todos los días a las 5 y media de la mañana para ir a laburar a una obra en Las Heras. Es albañil, pero hoy no trabaja, sólo va a cobrar. Sonríe.
En medio de esa espera, me cruzo hasta una panadería enfrente y compro unos sanguchitos de miga, le convido a Kevin, me acepta uno y comemos en silencio. Tienen demasiada mayonesa.
Como era previsible, cuando llega, “El navarrero” está hasta el culo. Voy parado hasta mi destino. Al lado mío, un niño que no para de moverse y cada tanto me pisa. Pienso: la puta que te parió Zamudio (con la voz de Federico Luppi). Por suerte, desde unos carteles, Martin Insaurralde nos dice que hay un futuro y que es de todos. Esas palabras me tranquilizan inmediatamente.
Al bajar en Zamudio saludo con la mano a Kevin que había llegado hasta el fondo del bondi, y todavía le quedaba como media hora de viaje. Me saluda sonriente. Cruzo la ruta para llegar a la estación. Hace calor, voy por un camino polvoriento. Tengo sed, la garganta reseca. Un acoplado estacionado al costado del camino tiene un cartel que dice Cunnington corta la sed. Sé que parece un chiste, pero es verdad. Tengo una foto.
Lo único que hay a la vista donde poder obtener algo líquido es el destacamento policial, una casita de tres ambientes con techo de chapa. Hay una camioneta Ford de la bonaerense en la puerta. Está muy baqueteada y llena de polvo, hace mucho que no sale a patrullar, abajo duerme un perro. Trato de abrir la puerta del destacamento pero está cerrada con llave, miro por la ventana y no veo a nadie. El interior está forrado con revestimiento de madera y en la pared del fondo, detrás del mostrador, hay un cuadro de San Martín, ese en el que está medio envuelto en la bandera. Ya me estoy por ir cuando se abre la puerta y sale la agente Nora Veiga con cara de dormida. Es joven y bonita y tiene una ortodoncia. Le pido disculpas por haberla despertado, me dice que no me preocupe, que sólo estaba descansando un poco. Le pido un poco de agua por favor y va a buscarla adentro. Vuelve con una jarra de acero inoxidable llena de agua bien fresca. Me la da y mientras empino el jarro con ansia, me cuenta que está de guardia hasta mañana a la mañana con su compañero y que espera que esta sea una noche tranquila porque ahí la ruta se hace doble mano y a veces, sobre todo los sábados a la noche, suelen pegarse unos palos frontales muy feos. O tragarse los tambores de vialidad que están a los costados de la ruta.
Mientras nada de eso suceda, estarán ahí. Viendo televisión, tomando mate, jugando al chinchón y turnándose para dormir. Ella es de Mercedes y está esperando que le llegue el pase para volverse a su pueblo. Dice que es lindo Mercedes, pero que lo que la afea mucho es el penal, porque los fines de semana se llena el pueblo con los visitantes de los presos y anda cada elemento por ahí…!
La dejo a la agente Veiga y voy para el apeadero que está a unos 100 metros de allí. Camino por las vías. A esa altura, Zamudio se había convertido para mi en un lugar irreal, mítico. Un lugar al que no se llega así nomás. Una especie de El Dorado. Un largo bocinazo de un camión me sacó de esos pensamientos ridículos y allí estaba, materializado frente a mí. 
Zamudio, el apeadero Zamudio, es una garita. Una chapa moldeada doblada al medio que sirve de pared de fondo y alero a la vez. Tres caños sostienen el alero y el fondo está atornillado a un largo banco de madera con patas y a una baranda que excede los límites de la garita. 
El piso, un terraplén de unos 12 metros por 3 y 50 cm de alto, es de una especie de asfalto con pedregullo. Pegados en la chapa hay carteles por las elecciones en la Unión Ferroviaria. Son de la lista 3, La Bordó (la lista del Pollo). Dicen “Ni un paso atrás”. Un poco más allá está el cartel de Zamudio.
Sentado en ese banco de madera, lo que se ve es puro campo. Me quedo un rato largo absorbiendo ese momento, respirando ese aire, escuchando los pájaros. Estando ahí, sin pensamientos. Pocos días antes no sabía que existía Zamudio y ahora ya es parte de mi.
Me digo que voy a volver, que cuando esté terminado el ramal voy a ir a sentarme ahí, en Zamudio, para estar un rato, nada más. Cualquier día, un martes a la tarde por ejemplo. 
                                                      Alejandro de Ilzarbe

sábado, 8 de noviembre de 2014

En la selva con Masetti



Jorge Ricardo Masetti quiere saber lo que pasa realmente en Cuba. Es el año 1958 y él un periodista argentino de Radio El Mundo que no le cree a la versión oficial. Entonces va en busca de la propia: va a Sierra Maestra en busca del Che y de Fidel Castro.  Quiere entrevistar a los líderes del Movimiento 26 de julio, quiere saber. Para eso viaja a la isla y a medida que pasa el tiempo va conociendo gente que lo aloja en su casa, que lo acompaña en tramos de la selva, campesinos que le dan de comer y le prestan un mulo que lo transporte. Antes de llegar a su objetivo, a preguntar a los líderes qué era el movimiento, si era cierto que tenían apoyo de EEUU, en qué consistía la lucha del pueblo cubano contra la dictadura de Fulgencio Batista, cómo era en verdad esa revolución que se planteaban, Masetti ya había encontrado algunas respuestas en el camino.
“Yo quise ver todo, recorrí las montañas de punta a punta de la cordillera, acompañé a las patrullas en las emboscadas y asistí a un combate y vi el coraje fabuloso de los que con una bala, muchas veces de fabricación propia tratan de conseguir no solamente el abatimiento del enemigo sino su armamento, todo su equipo y hasta el vehículo en que viaja contrastando contra la eterna huida al primer balazo, el abandono de los pertrechos y el grito de Viva Fidel, cuando son apresados”, decía en sus relatos sobre ese viaje.
El periodista construye un relato limpio, sin complejidades, aunque su viaje sí estuviera repleto de ellas. Logra que subamos con él la selva, que tengamos miedo, que nos enojemos cuando nos enteramos que su material no llegó a la Argentina. Las entrevistas se trasmitieron en vivo en radios de Latinoamérica –era la primera vez que Fidel y el Che hablaban por radio-, pero a su país no había llegado nada. Le mintieron para que desistiera, le dijeron que sí, que ya tenían a “las chicas” –ese era el código para nombrar las grabaciones-. Pero Masetti entendió: su misión no estaba cumplida. Entonces decidió volver a subir, volver a correr el riesgo de morir en la selva en manos del ejército de Batista.
Las descripciones sobre la gente de Batista, sobre los del movimiento, su forma de hacer metáforas simples que nos llevan inmediatamente a imaginarnos a la persona, los diálogos claros que reflejan a la perfección el clima de una situación, la primera persona y la construcción de su propio personaje son algunas de las virtudes de Los que luchan y los que lloran.
Un año después de ese viaje, la revolución cubana logra derrocar a Batista, entonces Masetti vuelve a la isla y funda Prensa Latina, la primera agencia independiente de noticias que quiere romper con el monopolio de la información. Entre el ´63 y el ´64 lidera la organización armada Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), primera experiencia guerrillera guevarista en la provincia de Salta. Era un intento de avanzada: querían estar preparados para una futura llegada de Ernesto Guevara a la Argentina. Como miembro honorario del EGP, el Che llevaba el apodo de Martín Fierro y Masetti era Don Segundo Sombra, luego Comandante Segundo. El Ejército del Pueblo fracasa y el periodista guerrillero desaparece en la selva salteña. Nunca más se encontró el cuerpo. Masetti tenía 34 años.
                                                                                                                        Rosario Marina

domingo, 2 de noviembre de 2014

Encontrar el camino hacia la casa de la bruja

              


   En algún momento de los últimos años -ella no dice cuándo, pero sí dice dónde: en la Feria del Libro de Buenos Aires- la periodista y escritora Ana Prieto (Mendoza, 1975) sufrió un ataque de pánico. En ese momento no sabía qué era lo que le estaba pasando y sintió, como parece ser la norma en este padecimiento, que se estaba muriendo. No se murió: quedó viva para contarlo y el resultado es este libro.
                Pánico. Diez minutos con la muerte es, dice Prieto, “el intento de narrar lo que durante mucho tiempo se me hizo inenarrable”. El libro recoge, además del suyo, otros cuatro testimonios que dan cuenta de algunos de los distintos tipos de desórdenes de pánico que se conocen y los combina con explicaciones accesibles sobre los aspectos médicos de este padecimiento: cómo funciona la química cerebral en el momento del ataque, qué drogas permiten controlar los síntomas, cuáles son las terapias psicológicas disponibles.
                 Pero todo esto sucede hacia la segunda mitad del libro. Antes, en un par de capítulos donde abundan las sorpresas, Prieto hace un recorrido por la mitología y la historia para tratar de comprender algo que parece nuevo, aunque no lo es. Sólo ha recibido diferentes nombres a lo largo del tiempo y lo ancho de las culturas. Angustia, melancolía, miedo, terror. Pánico. Que es -parafraseando a uno de los testimonios médicos - “el intento por evadir el horror, y al mismo tiempo sentir que no hay salida”.
                Entonces está el miedo, una palabra que se repite a cada paso en el texto. Y la manifestación exacerbada del miedo, la forma en que el miedo se encarna en el cuerpo: el pánico. Todo eso podemos buscarlo en el libro, encontrarlo y de alguna forma tratar de comprenderlo. Lo que no está es lo que está antes del miedo: el horror. O sea: el miedo por qué.
                Esta ausencia, parece, es deliberada. Dice la autora en la introducción: “Los porqués (…) se sumen en la profunda y siempre insondable subjetividad de cada uno. También en su inefable química cerebral. Y se robustecen en un entorno que alienta cada vez más exigencias y ofrece cada vez menos certezas”. Y confiesa en una metáfora que remite a un cuento infantil: “Lo cierto es que nunca voy  a saber del todo por qué terminé yo en casa de la bruja”. Más tarde, sin embargo -con una cita del psiquiatra Thomas Szasz- nos advertirá: “No hay psicología. Sólo biografía y autobiografía”.  

                En “Pánico” no hallamos biografías, sólo aquellos fragmentos de historias personales que rodearon el momento del ataque de pánico. El recorrido parece empezar allí, en el punto donde ocurrió el hecho, pero también donde pudo empezar a vislumbrarse la solución: hay medicamentos, hay terapias, usted no está solo en el mundo. Queda para el lector entonces, esta información que intenta esclarecer y esperanzar. Pero queda también, como en sordina, una advertencia, que es también una forma del miedo: si no vamos hacia atrás en esta historia, es muy probable que un día vuelva a aparecer en el camino la casa de la bruja. 
                                                                                           Verónica Rodríguez

Los castillos de Alarcón, pintura de una vida peronista


Cristian Alarcón

Un mar de castillos peronistas, de Cristian Alarcón,  es un fresco personal y social. Cada crónica es una pincelada con la que el autor se pinta y pinta a los diferentes momentos sociales que atraviesa. A veces ese pincel es la metralleta que le da de lleno a la indiferencia, otras veces es un balde de ácido volcado sobre la hipocresía eclesiástica, y muchas otras una carcajada sobre sí mismo.
Si bien el mar de castillos peronistas de Alarcón tiene mucho de autobiográfico –su vida tiene mucho del peronismo: lo popular, el exilio/proscripción, el querer volver a ser lo que alguna vez fue y ya no, la movilidad social– también mantiene la estructura, la esencia de la crónica. Puede narrar su iniciación en un nuevo credo y al mismo tiempo criticar el culto al escepticismo y a “la noción burguesa de un mundo sin fe, sin creencia, en el que sólo funciona el sujeto, sin más”.  Tatatatatata, una ráfaga de AK-47 al corazón de la indiferencia.
Alarcón narra a través de esas crónicas –que para Guillermo Saccomanno, autor del prólogo del libro, son relatos y que para mí son crónicas con las que va armando una gran crónica 'desordenada' sobre su vida– desde su infancia en Chile, la despedida de su abuela, la huida de la familia hacia Argentina, hasta su debut homosexual, el reviente de sus épocas mozas, hasta su presente de escritor prestigioso que viaja por el mundo dando charlas, a punto de casarse. La metralleta se vuelve pincel, pero no lo hace atestando las páginas de datos inútiles, fechas que nadie recordará nunca, o con la transcripción de su currículum vitae. Por el contrario, en la mayoría de las crónicas del libro emplea sus anécdotas personales para contar su visión del mundo. Y para construir esa visión se vale de herramientas que le sirven para eludir el morbo y la adjetivación barroca. Utiliza muy bien los diálogos para describir a un personaje o introducir el relato de una anécdota del pasado. Toma la ironía, el lenguaje coloquial ( el maricaje, los crotos) y el humor para crear un pacto de lectura cómplice con el lector. No lo subestima, lo invita a acompañarlo en sus viajes y mirar a través de sus ojos.
En cada anécdota que narra aporta datos de contexto histórico, como cuando relata que "Monsiváis", uno de los personajes de sus crónicas, trabajó de carpero en la Bristol de Mar del Plata durante la gestión de Ángel Roig como intendente. “Monsiváis” recuerda  que en 1983 se llenó de amigos del político, "por ejemplo el cardenal Eduardo Pironio, que había tenido que salir del país en el 75, amenazado por la Triple A, después de que una bomba estallara en la capilla donde daba misa".

Algunas de las crónicas están estructuradas en torno a vivencias personales  como "Credo o como iluminarse el 11-11-11" en la que relata sus primeros pasos en una suerte de creencia mística, liderada por Amma y Baghavan o “Me voy (a casar) para Barranquilla” en la que narra el viaje que hizo para asistir al casamiento de dos de sus amigos,  y otras más centradas en conflictos sociales como "Chile: esa lluvia que no moja". Esa crónica aparenta ser la descripción de la lucha de los estudiantes universitarios chilenos, encabezados por Camila Vallejo, por el acceso a la educación gratuita y de calidad. Pero es mucho más profunda que eso, es la descripción de lo que a los ojos del autor resulta un resurgimiento, el nacimiento de una nueva resistencia. Esta nueva generación de estudiantes es –a los ojos de quienes lucharon contra la dictadura de Augusto Pinochet– la llave para iniciar el cambio en Chile, ese cambio por el que pelearon y no pudieron, o así lo sienten. El pincel también es chispa,  esperanza.
                                                                                       Andrea Marquínez

sábado, 13 de septiembre de 2014

La Anticlase de octubre


La Anticlase
Algunas ideas sobre la crónica periodística
Seminario/taller de Daniel Riera
Octubre y noviembre de 2014
Librería Galerna  - San Telmo
Informes e inscripción: danielcriera@gmail.com

lunes, 19 de mayo de 2014

Otra nueva entrada para decir lo mismo con un flyer distinto


La Anticlase
Algunas ideas sobre la crónica periodística
Seminario/taller de Daniel Riera
Junio y julio de 2014
Librería Galerna- San Telmo
Perú 1064
Informes e inscripción: danielcriera@gmail.com

domingo, 11 de mayo de 2014

La Anticlase 2014 en Buenos Aires



La Anticlase. Algunas ideas sobre la crónica periodística
Seminario/taller de Daniel Riera
Junio y julio de 2014
Librería Galerna  Perú 1064
Informes e inscripción: danielcriera@gmail.com