domingo, 2 de noviembre de 2014

Los castillos de Alarcón, pintura de una vida peronista


Cristian Alarcón

Un mar de castillos peronistas, de Cristian Alarcón,  es un fresco personal y social. Cada crónica es una pincelada con la que el autor se pinta y pinta a los diferentes momentos sociales que atraviesa. A veces ese pincel es la metralleta que le da de lleno a la indiferencia, otras veces es un balde de ácido volcado sobre la hipocresía eclesiástica, y muchas otras una carcajada sobre sí mismo.
Si bien el mar de castillos peronistas de Alarcón tiene mucho de autobiográfico –su vida tiene mucho del peronismo: lo popular, el exilio/proscripción, el querer volver a ser lo que alguna vez fue y ya no, la movilidad social– también mantiene la estructura, la esencia de la crónica. Puede narrar su iniciación en un nuevo credo y al mismo tiempo criticar el culto al escepticismo y a “la noción burguesa de un mundo sin fe, sin creencia, en el que sólo funciona el sujeto, sin más”.  Tatatatatata, una ráfaga de AK-47 al corazón de la indiferencia.
Alarcón narra a través de esas crónicas –que para Guillermo Saccomanno, autor del prólogo del libro, son relatos y que para mí son crónicas con las que va armando una gran crónica 'desordenada' sobre su vida– desde su infancia en Chile, la despedida de su abuela, la huida de la familia hacia Argentina, hasta su debut homosexual, el reviente de sus épocas mozas, hasta su presente de escritor prestigioso que viaja por el mundo dando charlas, a punto de casarse. La metralleta se vuelve pincel, pero no lo hace atestando las páginas de datos inútiles, fechas que nadie recordará nunca, o con la transcripción de su currículum vitae. Por el contrario, en la mayoría de las crónicas del libro emplea sus anécdotas personales para contar su visión del mundo. Y para construir esa visión se vale de herramientas que le sirven para eludir el morbo y la adjetivación barroca. Utiliza muy bien los diálogos para describir a un personaje o introducir el relato de una anécdota del pasado. Toma la ironía, el lenguaje coloquial ( el maricaje, los crotos) y el humor para crear un pacto de lectura cómplice con el lector. No lo subestima, lo invita a acompañarlo en sus viajes y mirar a través de sus ojos.
En cada anécdota que narra aporta datos de contexto histórico, como cuando relata que "Monsiváis", uno de los personajes de sus crónicas, trabajó de carpero en la Bristol de Mar del Plata durante la gestión de Ángel Roig como intendente. “Monsiváis” recuerda  que en 1983 se llenó de amigos del político, "por ejemplo el cardenal Eduardo Pironio, que había tenido que salir del país en el 75, amenazado por la Triple A, después de que una bomba estallara en la capilla donde daba misa".

Algunas de las crónicas están estructuradas en torno a vivencias personales  como "Credo o como iluminarse el 11-11-11" en la que relata sus primeros pasos en una suerte de creencia mística, liderada por Amma y Baghavan o “Me voy (a casar) para Barranquilla” en la que narra el viaje que hizo para asistir al casamiento de dos de sus amigos,  y otras más centradas en conflictos sociales como "Chile: esa lluvia que no moja". Esa crónica aparenta ser la descripción de la lucha de los estudiantes universitarios chilenos, encabezados por Camila Vallejo, por el acceso a la educación gratuita y de calidad. Pero es mucho más profunda que eso, es la descripción de lo que a los ojos del autor resulta un resurgimiento, el nacimiento de una nueva resistencia. Esta nueva generación de estudiantes es –a los ojos de quienes lucharon contra la dictadura de Augusto Pinochet– la llave para iniciar el cambio en Chile, ese cambio por el que pelearon y no pudieron, o así lo sienten. El pincel también es chispa,  esperanza.
                                                                                       Andrea Marquínez

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