Cristian Alarcón
Un mar de
castillos peronistas, de Cristian Alarcón, es un fresco personal y social. Cada crónica
es una pincelada con la que el autor se pinta y pinta a los diferentes momentos
sociales que atraviesa. A veces ese pincel es la metralleta que le da de lleno
a la indiferencia, otras veces es un balde de ácido volcado sobre la hipocresía
eclesiástica, y muchas otras una carcajada sobre sí mismo.
Si bien el mar
de castillos peronistas de Alarcón tiene mucho de autobiográfico –su vida tiene
mucho del peronismo: lo popular, el exilio/proscripción, el querer volver a ser
lo que alguna vez fue y ya no, la movilidad social– también mantiene la
estructura, la esencia de la crónica. Puede narrar su iniciación en un nuevo
credo y al mismo tiempo criticar el culto al escepticismo y a “la noción
burguesa de un mundo sin fe, sin creencia, en el que sólo funciona el sujeto, sin
más”. Tatatatatata, una ráfaga de AK-47
al corazón de la indiferencia.
Alarcón narra a
través de esas crónicas –que para Guillermo Saccomanno,
autor del prólogo del libro, son relatos y que para mí son crónicas con las que
va armando una gran crónica 'desordenada' sobre su vida– desde su infancia en
Chile, la despedida de su abuela, la huida de la familia hacia Argentina, hasta
su debut homosexual, el reviente de sus épocas mozas, hasta su presente de
escritor prestigioso que viaja por el mundo dando charlas, a punto de
casarse. La metralleta se vuelve pincel, pero no lo hace atestando las
páginas de datos inútiles, fechas que nadie recordará nunca, o con la
transcripción de su currículum vitae. Por el contrario, en la mayoría de
las crónicas del libro emplea sus anécdotas personales para contar su visión
del mundo. Y para construir esa visión se vale de herramientas que le sirven
para eludir el morbo y la adjetivación barroca. Utiliza muy bien los diálogos
para describir a un personaje o introducir el relato de una anécdota del
pasado. Toma la ironía, el lenguaje coloquial (
el maricaje, los crotos) y el humor para crear un pacto de lectura cómplice con
el lector. No lo subestima, lo invita a acompañarlo en sus viajes y mirar a
través de sus ojos.
En cada anécdota
que narra aporta datos de contexto histórico, como cuando relata que
"Monsiváis", uno de los personajes de sus crónicas, trabajó de carpero
en la Bristol de Mar del Plata durante la gestión de Ángel Roig como intendente.
“Monsiváis” recuerda que en 1983 se llenó de amigos del político,
"por ejemplo el cardenal Eduardo Pironio, que había tenido que salir del
país en el 75, amenazado por la Triple A, después de que una bomba estallara en
la capilla donde daba misa".
Algunas de las
crónicas están estructuradas en torno a vivencias personales como
"Credo o como iluminarse el 11-11-11" en la que relata sus primeros
pasos en una suerte de creencia mística, liderada por Amma y Baghavan o “Me voy
(a casar) para Barranquilla” en la que narra el viaje que hizo para asistir al
casamiento de dos de sus amigos, y otras
más centradas en conflictos sociales como "Chile: esa lluvia que no
moja". Esa crónica aparenta ser la descripción de la lucha de los
estudiantes universitarios chilenos, encabezados por Camila Vallejo, por el
acceso a la educación gratuita y de calidad. Pero es mucho más profunda que eso,
es la descripción de lo que a los ojos del autor resulta un resurgimiento, el
nacimiento de una nueva resistencia. Esta nueva generación de estudiantes es –a
los ojos de quienes lucharon contra la dictadura de Augusto Pinochet– la llave
para iniciar el cambio en Chile, ese cambio por el que pelearon y no pudieron,
o así lo sienten. El pincel también es chispa,
esperanza.
Andrea Marquínez
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