viernes, 21 de noviembre de 2014

Sourdeaux, la ciudad sin bares


Lunes por la noche.
                El primer descubrimiento de esta historia es que ya no hace falta un mapa para iniciar un viaje.  Nunca hasta ahora he viajado en el Belgrano Norte y apenas he escuchado alguna vez el nombre de Sourdeaux. Después recordaré quién pudo habérmelo dicho por primera vez. Alguien me ha pedido que tome ese tren, que baje en esa estación. “Soy un soldado”, me sonrío en silencio sin medir las consecuencias. Hago lo primero y más fácil que se me ocurre: ingresar “Sourdeaux” en el buscador y esperar la suerte.

Miércoles por la mañana.
                La cabecera del ferrocarril Belgrano Norte está en Retiro, donde también están las terminales del Mitre y el San Martín. La del Mitre es la hermana mayor y se impone como postal de la zona, por su tamaño y su esplendor antiguo. La del San Martín es la menor y la menos afortunada, como una Cenicienta a la que nunca le llegó su príncipe. En el medio, la estación Belgrano.  Por dentro parece una maqueta: es imprevistamente limpia, coqueta, luminosa. Por fuera es tan linda que dan ganas de borrar del recuerdo el resto del paisaje hacinado de Retiro y quedarse sólo con este ejemplo de la arquitectura francesa en Buenos Aires.
                El tren –de chapa roja, rutilante - arranca con puntualidad hacia Villa Rosa, en el partido de Pilar. Pasa por lugares que tienen nombres como Munro, Boulogne, Grand Bourg. Todas son como la terminal, como el mismo tren: inesperadamente limpias, recién pintadas, con profusión de carteles con los colores de la empresa concesionaria: rojo, blanco. Y verde. Los terrenos que bordean la vía son un parque infinito, una constante sucesión de terraplenes delimitados por añejas vigas de madera, hiedras que escalan altos muros de ladrillo. El tren va rápido: el estruendo de los motores diesel obtura el pensamiento. Todo paisaje en fuga cobra una cierta irrealidad.
                Atrás van quedando las estaciones que corresponden a Vicente López, San Isidro, Tigre. En algún momento un puente de hierro cruje bajo las ruedas. La vía se eleva respecto al nivel del terreno y hacia abajo puedo ver algo que ya no es parque, sino bosque, cada vez más denso, cada vez más abajo. Entonces el tren alcanza el kilómetro 30 y frena en medio de dos andenes desangelados. Leo el cartel: Ingeniero Adolfo Sourdeaux. Mi destino.
                El andén desemboca en una ancha calle transversal: la avenida Santiago Derqui. El lugar es chato: ninguna construcción supera los dos pisos. Las cuadras aledañas a la estación son como un Once a pequeña escala, repletas de locales comerciales y de manteros amontonados en cien metros. Más allá todo se ve un poco ruinoso: las canchitas de fútbol, las casas de ladrillo sin revocar, el asfalto percudido  que termina convirtiéndose en tierra, un frente azul con letras naranjas que dice “Sociedad de Fomento Km 30”. Confirmo un dato que alguien me dio: que para los lugareños su hogar no está en Sourdeaux, sino acá: en el Km. 30.
                Recorro algunas cuadras pensando cómo seguir, hacia dónde, con quién. Entro en un local donde venden ropa de mujer y de niño, con un largo mostrador de fórmica al frente y detrás, muchas estanterías metálicas con pilas de prendas prolijamente ordenadas. Nadie sale a atenderme y pienso que me equivoqué al elegir este negocio. Pero no: de repente, de entre bambalinas, aparece la propietaria. 
                La dueña de “Tienda Adrián” debe tener unos 50 años y responde por entero a ese tipo humano que infaustamente se sigue llamando “Doña Rosa”  Es muy simpática o tal vez mi cara, como la de aquel personaje de Benedetti, la invite a la confidencia, porque apenas me ve es ella la que inicia un monólogo que aliento con sonrisas e interjecciones. Hasta que pregunta, alentada quien sabe por qué sospecha, si ya me pagaron el sueldo este mes. La respuesta es no. Eso parece alegrarla, en la confirmación de que la economía es un desastre “aunque esta Presidenta que tenemos diga que está todo bien”.
                Después dirá que siempre vivió y trabajó en este barrio donde al menor amago de crisis la gente deja de comprar todo menos comida, que durante la dictadura la pararon dos veces en la calle para pedirle los documentos y chau, pese a lo cual ella estaba “tan feliz cuando vino la democracia”, porque era jovencita e ilusa, pero que en los saqueos de 1989 perdió todo y tuvo que empezar de nuevo. Y redondea: “La verdad es que en este rubro nunca estuvimos mejor que con Menem”. Le compro una remera blanca. La pago 65 pesos.        
                 
Lunes por la noche
                Alfredo Sourdeaux se formó en un municipio que ya no existe: General Sarmiento. Tal vez sorprenda un poco esta denominación, porque de todos los aspectos del prócer, el de jefe militar es el menos reconocido. Pero la sorpresa se aminora cuando se sabe que en la zona que ocupaba General Sarmiento está Campo de Mayo, la guarnición militar más grande del país. La influencia de este hecho en el territorio es decisiva y por momentos, perturbadora.  
                General Sarmiento se fundó en 1889, reuniendo en un partido pequeñas localidades que antes pertenecían a Pilar y a Tigre junto con dos ciudades principales: San Miguel y Bella Vista. El fundador de estas últimas era un agrimensor y geólogo francés que fue pionero en la zona: el ingeniero Adolfo Sourdeaux. Cuando murió, en 1883,  los diarios le dedicaron los elogios al uso: benemérito amigo del progreso, honorable cultor de la civilización. 
                El partido prosperó gracias al tendido ferroviario que lo recorría. En 1948 el gobierno de Juan Domingo Perón nacionalizó los ferrocarriles y la Compañía General, de origen francés, se convirtió en el Ferrocarril General Belgrano. Entre las estaciones Don Torcuato y Grand Bourg había en ese momento un apeadero sin nombre, usado por los obreros que de a poco iban poblando el suburbio. En 1950 le colocaron un cartel sin más propósito que señalar su ubicación. Decía: “Km 30”.
                En 1974 el apeadero del kilometro 30 se transformó en la estación Adolfo Sourdeaux, y el mismo nombre recibió el pueblo que se había formado en sus inmediaciones, en homenaje al fundador de la cabecera de partido. La alegría post mortem le duró poco al ingeniero. En 1994, el gobierno de la Provincia de Buenos dividió General Sarmiento en tres: San Miguel, José C. Paz y Malvinas Argentinas. A Alfredo Sourdeaux le tocó en suerte este último, un municipio plebeyo que –leo en un diario local de la época– “no estaba en los planes de nadie”.
                No parece tan cierto. En 1995 los flamantes ciudadanos de Malvinas Argentinas fueron a elecciones –las elecciones donde Carlos Menem accedió por segunda vez a la Presidencia –y  eligieron como intendente a Jesús Cataldo Cariglino, nacido en Los Polvorines en 1956, de oficio panadero. Su gestión no parece haberles disgustado, porque es el mismo intendente que han tenido en los últimos 20 años, con mínimas interrupciones.
                Sobre Cariglino hay miles de especulaciones, anécdotas y sospechas. Varias de ellas lo vinculan con la más rancia derecha peronista y con elementos de las Fuerzas Armadas, retirados o en actividad. Como intendente su logro más destacado –no parece menor- es haber mejorado sustancialmente la infraestructura de salud del municipio. Malvinas Argentinas tiene ocho hospitales municipales. Frente a la estación de Sourdeaux hay un cartel enorme: “Jesús Cariglino. El Pueblo te quiere. Gestión y coraje”.
               
Miércoles por la mañana.
                Allí, frente a la estación, me encuentro con Matías. Alguien me dio su teléfono y lo llamé con un poco de vergüenza pero con agudo sentido del deber. Yo, ya lo dije, soy un soldado: él se llama Matías Coronel y tal vez pueda darme las respuestas que necesito.  
                Matías tiene 27 años. Usa gorrita, bermudas y se adorna con una sonrisa enorme que exhibe todo el tiempo. Caminó siete cuadras desde su casa para encontrarse conmigo. Quiero invitarlo a un bar, pero no hay bares en Sourdeaux. Antes había uno, pero de todas formas no era un lugar recomendable, porque “estaban siempre los mismos tres o cuatro borrachos”.  Él dice que la estación es un buen lugar para charlar, cuando no hay guardas. Hoy hay dos, así que nos quedamos en una esquina, bajo el cartel de Cariglino, y Matías me cuenta muchas cosas.
                Me cuenta que es fotógrafo pero vive de arreglar computadoras. Que ahora milita en Nuevo Encuentro, que antes militó con el pastor evangelista César Castets, pero no quiso seguirlo cuando se alió con PAUFE y con el PRO. Me cuenta que su papá también es pastor. Me cuenta que él no ve cambios en el lugar donde vivió toda la vida, excepto un paso a nivel que solucionó los eternos embotellamientos de Derqui. Me cuenta que una sola vez se mudó (a Del Viso, en el partido de Pilar) pero no pudo acostumbrarse y en pocos meses volvió al barrio. Todo lo dice con cierta resignación y mucho humor. Menos esto: que muchas veces ha ido a arreglar una computadora a la casa de un tipo del que sólo sabía el nombre, y hace poco se enteró de que es un expolicía que cumple prisión domiciliaria por delitos de lesa humanidad.
                Ya es mediodía y el sol castiga los andenes. Antes de subir al tren que me llevará a Retiro, Matías me acompaña a recorrer varias cuadras que bordean la estación: el lugar parece abandonado ante la inminente erupción de un volcán. Lo que me cuenta es que cuando Ferrovías tomó la concesión del Belgrano Norte, cerró todos los accesos para centralizar el flujo de pasajeros sobre Derqui y controlar el pago de pasajes. Por eso las rejas, las tapias, la gente que ya no camina donde antes caminaba, los locales cerrados. “Acá estaba el único bar”, señala. Los tres o cuatro borrachos siguen ahí, como un espejismo, pero ahora están sentados en el cordón de la vereda.  

                  El tren rojo que me llevará de regreso a Retiro se anuncia con largas pitadas y el estruendo de los motores diesel.  Hay un atajo que Matías conoce. Me acompaña y gracias a él llego a tiempo, me subo, me siento junto a una ventanilla. Me doy cuenta de que apenas pude despedirme. El tren arranca, toma velocidad. Me aleja de esta gente, de esta tierra, de esta historia. Todo paisaje en fuga cobra una cierta irrealidad. 
                                                            Verónica Rodriguez

2 comentarios:

  1. Me encantó el texto porque está lleno de información sin que esto implique resignar imágenes que lo vuelven literario.
    No me gustaron los personajes: ni la "doña rosa" de la tienda (no aporta al conocimiento de Sordeaux) ni el antepenúltimo párrafo (el que cuenta la cotidianidad de Matías y la anécdota de la reparación de la PC al tipo que cumple prisión domiciliaria) porque lleva al texto fuera del foco de la estación.
    Disfruté mucho la lectura.
    Javier

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    1. Gracias Javier!. Entiendo lo que decís de los personajes y que puedan sacarte de foco respecto a la historia de la ciudad y la estación; la intención al incluirlos era dar cuenta de que la identidad de un lugar la construyen, también, las personas que viven allí, y la visión que ellos tienen del (resto del) mundo.
      Un abrazo
      Verónica R.

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