lunes, 2 de diciembre de 2013

Pablo Pinto, el conquistador del oeste



Hoy, martes, Pablo Pinto tiene el pelo más endemoniadamente monstruoso que de costumbre. Me enseña cómo funciona ese lavarropas sin carcasa al que se le ven las entrañas, y aunque se peine con la mano llena el pelo le vuelve a saltar como si tuviera resortes. Pablo sirve café;qué linda le resulta esa Ariston Express de precio exorbitante, aunque ya está resignado a desprenderse de ella cuando pase el testeo y a volver al café de filtro o al mate cotidiano. Entonces Rubén se acuerda de Héctor Bordoni, su compañero de la escuela que hizo de indio en “El cóndor de oro” y que ahora hace de gaucho en la propaganda de Levité donde un chino es el asador, y Gustavo ofrece facturas y Claudio llega sobre el pucho, cuando hay que repartir las boletas de visita. Alguien llama para pedir un técnico porque tiene un anafe de seis hornallas que no hace chispa en ninguna de ellas. Pablo dice que la rutina en Servinor es sencilla, que su trabajo no tiene vueltas, que hace dieciséis, dieciocho años que la yuga a diario y que ahí son todos amigos aunque vayamos juntos a comer de tanto en tanto. Mientras Gustavo le permita tomarse los días necesarios cuando le aparezca un bolo, Pablo ya está contento. Y Gustavo se lo permite.
En un momento saldremos de recorrida: el único inconveniente es que uno, viendo la maraña de órganos alrededor, se siente completamente lego respecto del service de electrodomésticos.
–Nunca tuve vergüenza del trabajo –dice Pablo–. Menos afanar, hice lo que te imagines. Le pongo el pecho a todo. Si había que repartir pollos, repartía pollos, si había que cargar medias reses, cargaba medias reses, si a los 16 años había que ponerse un guardapolvo amarillo patito en un supermercado, me ponía el guardapolvo amarillo patito en el supermercado.
Servinor tiene la sede en Martínez a tres cuadras de la Panamericana y atiende el servicio de Ariston para la zona norte del conurbano bonaerense. El circuito de hoy incluye Acasusso, Punta Chica, San Fernando y Nordelta. En Acasusso hay que dejarle un lavavajillas a las asistentes de la señora en un departamento que en una primera impresión parece hecho a todo trapo, pero que si uno se fija bien descubre que las terminaciones no son más que molduras de yeso muy baratas. Camino a Punta Chica –donde, en una casa atenderemos un lavarropas que recibió un golpe de tensión y lo más probable sea, de acuerdo al diagnóstico previo, que se le extienda el acta de fallecimiento, y en otra casa le cambiaremos las bisagras a la tapa de un horno en la misma cocina donde recién terminaron de preparar brócoli pero sin salsa blanca, qué picardía–, pasamos por la estación Las Barrancas del Tren de la Costa. Por ese camino verde y sinuoso, Benítez iba a correr en los ratos libres para mantener la agilidad de Pablo.
–Una vez andaba sin guita y vi unos tipos haciendo vizcacheras en la calle, no querés laburar de esto vos que sos grandote, y laburé seis meses haciendo pozos, me quedaron los brazos así, bronceado, parecía que iba al gimnasio, me daba lo mismo que jugar al rugby. Todos la remamos de abajo en casa, portugueses, italianos, toda la familia. Mi abuelo, que tenía una florería frente a la plaza de Moreno, plantaba, cosechaba y vendía las flores él mismo. Mi viejo laburaba como técnico en BGH y después se puso una casa de artículos para el hogar en un barrio de gitanos también en Moreno. Le fue bárbaro durante muchos años, y cuando se fundió con la hiperinflación se puso a hacer electricidad del automóvil y pasó de manejar un flor de auto a hacer equilibrio en una bicicleta y nadie le negó el saludo.
En San Fernando, la señora de la casa está preocupada porque el lavarropas le deja un charquito de agua después de lavar. Pablo explica que la bomba de desagote junta mugre porque a lo mejor la señora le pone más cantidad de jabón que la adecuada. Yo le pongo hasta acá, dice la señora con culpa, y Pablo sostiene que mejor ponerle hasta aquí para que esto no suceda y la señora asiente y se queda tranquila porque Pablo le asegura que el lavarropas anda perfecto, como buen médico de familia que es. Está visto que las mujeres que atiende habitualmente Pablo son clientas conocidas, y que dada la familiaridad que ha entablado con cada una, ante la más mínima pavadita lo mandan llamar a él específicamente para que el hogar no se les vaya de las manos.
–Imaginate esta fajina de irte al suelo a cada rato con treinta y cinco kilos más. Le tenía que pedir a mi mujer que me rasque la espalda. De noventa me fui a ciento veinticinco. Y rapado. Metía miedo.
Y acota con cierta saña:
–A Triviño le metí miedo cuando entré encapuchado al bar y dijo o este es Benítez o este me afana. ¡Portación de cara!
Y Pablo se ríe mientras se le escapan los ojos de las cuencas y tiene que correr a buscarlos.
–Para mí Benítez es un tipo que viene de afuera, un tipo con la mirada triste, disconforme con su vida, un entrerriano que llega a Buenos Aires a ver qué pasa, Carlitos viene a Buenos Aires a laburar de artista, como decía Monzón en Soñar soñar, viste. Ah, sí, miralo en YouTube. Cuando gané el premio en Huelva tenía puesta la remera de Soñar soñar con la cara de Monzón. Y un saquito. Y no supe qué decir.
En el barrio La Alameda de Nordelta (ese cuyas callecitas nos recuerdan a Wisteria Lane    –la calle de las amas de casa desesperadas–, ahí donde hay que andar despacio con el auto porque sus niños juegan –los niños de los habitantes del barrio– y donde un guardia altisonante le exige por favor a Pablo que le entre por atrás –a la casa que vamos a visitar–), un lavasecarropas hace saltar la térmica porque la secadora hace masa y eyecta los tapones. Tan simple como anularle la secadora al aparato y usar el secarropas que tiene al lado, y ya que estamos fíjate por qué tarda tanto en cargar el agua y fíjese qué baja presión viene de la canilla, mientras uno pasa el secador por el porcellanato donde se armó el charco al quitarle la manguera (para algo estamos los asistentes, para secarle el agua o ajustarle los tornillos al técnico).
Paramos para comer bastante más allá de aquellas lagunas con fondo de cemento y pajarracos extrapolados. Pablo dice que no se sienta a almorzar, que se toma un yogur en alguna estación de servicio en algún momento de la tarde. Está más flaco que en la película pero de todas maneras es un tipo enorme, uno de esos que se para sobre un escenario y su presencia totaliza el espacio; sin embargo cuando uno lo escucha hablar con ese posible registro de tenorino espera que se le abra el pecho en dos, como cuando cuenta que su señora una vez le pidió que no fuera a Servinor y que fuera realmente a trabajar. A trabajar de actor, se entiende.
Cuando nos conocimos el viernes pasado Pablo Pinto me cuenta que Gustavo Triviño, el director de De martes a martes, le dijo que necesitaba un Juan Benítez más duro, y Pablo Pinto aumentó treinta y cinco kilos a partir del entrenamiento en un gimnasio de mala muerte en Moreno y de una dieta rica en proteínas, y cargó con el cuerpo del otro durante los doce meses previos al rodaje. Y Pablo, cuyo pelo atrabiliario no condijo con Benítez desde el principio, cazó la maquinita y se rapó hasta dejarlo en su cabeza como un pinche de medio centímetro. Sucede que su papá bandoneonista tenía una cámara súper ocho con la que a los nueve años Pablo y su hermano Eduardo filmaban cortometrajes en el lote de al lado de la casa, razón por la cual se aburrió en la única clase de teatro que tomó en su vida porque ya había experimentado bastante con esas películas que no cuenta de qué trataban y que para uno es mucho más feraz imaginárselas. Y mientras tanto, tocaba la batería y planteaba los videoclips de la banda y cambiaba de voz en el teléfono o de actitud frente a la caja del supermercado, cosa que todavía hace porque no puede resistirse a jugar con sus dos hijos como cómplices o con sus compañeros de trabajo como testigos, y todo ese fárrago de emociones que le causaba el juego diario de cumplir el rol de artista se tradujo en el deseo de ser actor de verdad, no importa si bueno o si malo, pero actor en serio, tarea que parecía destinada a los sospechosos de siempre pero no para uno mismo.
–Yo ya había colgado los guantes –confiesa el viernes en el teatro Gargantúa, después de entrevistarse para un papel en otra película – Tengo una familia que mantener, lo mío es laburar, no queda otra. Del laburo no me puedo quejar porque gracias al laburo tengo mi casa en Moreno, yo vivo en Moreno, y gracias al laburo hasta restauro muebles, tendrías que ver, los ventanales antiguos de mi casa los restauré yo, pura observación, pero la actuación era una deuda pendiente, si hasta debo materias del secundario, hasta que Lola Sosa, la directora de arte de la película, se acordó de mí por un bolo que hice en una publicidad y
De martes a martes muestra cómo Juan Benítez tiene una rutina armada: pecho, espalda, brazos, piernas. Se levanta bien temprano y va al gimnasio antes de entrar a trabajar en el taller textil. En la rutina de Benítez se cruzan la sonrisa de la quiosquera y la chicana del supervisor: con erotismo inocente una, plena de cinismo impune la otra; el sueldito que en casa a gatas si alcanza; las changas como gorila en boliches o fiestas privadas; la lidia con las aves de rapiña que anidan en el taller, y aquel puente sobre la Panamericana al que todo el tiempo se le mueve el horizonte. Tener el gimnasio propio es un anhelo de segunda mano pero Benítez, Juan Benítez, no ceja en el empeño. Sabe que tarde o temprano las cosas se le enderezarán. Y entonces el jueves a la noche Benítez, firme y derechito como camina, es testigo fortuito de una violación. Alguien viola a Valeria, la quiosquera. Él observa de lejos. El que la viola vive en el Bajo Belgrano, es un arquitecto que tiene su estudio en el centro, juega al golf los sábados y se llama Alfredo van den Westoizen. De todo esto se enterará Benítez a partir del viernes, después de buscar los datos del dominio del Audi gris al que Westoizen se sube después de cometer el abuso, ese auto de quinientas lucas. Esa es la cifra que le pide el lunes después de apretarlo el domingo a la mañana en la puerta de su casa: 500 mil pesos. El gimnasio propio. Salir de pobre. Y Benítez, ese tipo tan grandote al que no le combina el cuerpo con la timidez, ese que no aprende a fiarse de los demás, el mismo que por poca plata no se pelea con nadie, que cose a máquina en sobreturno para amarrocar el manguito, el mismo a quien por hacer fuerza se le ponen rojas las manos curtidas, se muestra distinto, brutalmente. O ese martes se muestra tal cual es. ¿Quién es Benítez? ¿Qué le pasó en los últimos diez años? ¿Fue el hombre de confianza de alguien, antes? ¿Estuvo preso? ¿Tan acostumbrado está a ver cómo los demás se abusan de los otros, que no le importa quedarse en el molde cuando es necesario? ¿Por qué tiene esa mirada espesa y devastadora en aquellos pregnantes ojos negros, profundos, tan profundos?
                Cuesta decirlo, pero Benítez es un hijo de puta. Un hijo de puta como Travis Brickle o como Claus von Bülow, y sin dudas que Pablo Pinto califica por este rol en la misma liga que Robert De Niro o Jeremy Irons en Taxi driver y Mi secreto me condena, dos películas con hijos de puta de antología. Todo el cuerpo de Pablo, sin exagerar, es de Benítez en la película: ese andar ágil que desmiente el esfuerzo del sobrepeso adquirido, las manos rudas con pequeñas cicatrices, las marcas de viruela en sus mejillas, el planisferio de señas particulares de un individuo que se diluyen en la ficción de otro. Y es sorprendente y en definitiva conmovedor que la comprensión total de Pablo Pinto respecto de su personaje convierta esta película en un rotundo objeto artístico. Uno sale del cine con la angustia de haber perdido un héroe en el camino, aunque al cabo de un rato, cuando recuerda que Benítez arropa a la hija dormida, le da un beso trémulo en la frente y se queda arrodillado como pidiéndole perdón, le cosquillee encendido el entusiasmo por haber conocido a uno de esos actores extraordinarios que con un solo parpadeo nos hacen creer que el océano se partió en dos, como dijimos de su pecho cuando algo lo emociona.
                De martes a martes se estrenó en Buenos Aires el jueves 3 de octubre de 2013, un año después de iniciar su carrera en los festivales de Biarritz (Francia, premio a la Mejor Película), Huelva (España, premios al Mejor Nuevo Director y Colón de Plata al Mejor Actor), y Mar del Plata (Argentina, premio Astor de Plata al Mejor Actor –compartido con el turco Ilyas Salman por la película Lal gece–). De martes a martes, gracias a la carrera que había hecho el año anterior, era uno de esos estrenos que en el ambiente del cine se esperaban con muchas ganas para esta temporada, pero tal vez debido a las exigencias para el cobro de subsidios del INCAA, o por el arbitrio en la distribución del cine nacional o debido al cumplimiento de la cuota de pantalla por parte de los exhibidores en las salas, podríamos decir que la película se estrenó para cumplir, con apenas tres copias y en una época de marcada merma en la cantidad de espectadores. Resulta lógico entonces que no haya despertado interés: de acuerdo a la información publicada el 7 de octubre en el sitio web cinesargentinos.com.ar, Rentrak EDI de Argentina informa que De martes a martes tuvo un promedio de 151 espectadores por copia entre el jueves 3 y el domingo 6 de octubre, el fin de semana de estreno en el que en total asistieron unos 483.000 espectadores a las salas de todo el país (un 34% menos que en la misma semana de 2012) y la película más vista fue Dragonball Z: La batalla de los dioses.
                –Sabés que una vuelta estamos haciendo un pozo frente a una casa muy linda, y un pocero paraguayo la mira, la mira, dele mirarla, hasta que se le llenan los ojos de lágrimas y me dice algún día voy a tener una casa así, y un vino. De ahí lo saqué a Benítez me parece – y por un momento Pablo se calla y mira al frente, quizás porque en el camino a Moreno el asfalto esté cuarteado y la trajinada Berlingo verde inglés sienta el traqueteo en los elásticos.
Moreno, puntualmente, como en el far west, es una ciudad seca de calles polvorientas, edificios bajos y el cielo amplio que al atardecer se puebla de múltiples tornasolados. Pablo Pinto hoy tiene en Moreno el mismo fulgor de celebridad que tenía antes de transformarse en actor de cine. A lo mejor la gente le sonría con una sonrisa más amplia y Pablo la mire con una caricia de agradecimiento. Llegamos ahí donde él vive, cerca, a diez cuadras, porque a uno le conviene más tomarse el tren para bajarse en Once. Al otro lado de la plaza está más tranquilo para hacer fotos, sugiere, e indica dónde estaba la florería del abuelo, en diagonal a la municipalidad y en línea recta a la iglesia.
Le agradezco que me haya permitido acompañarlo al trabajo y le pido un autógrafo. Está muy claro que él no es el personaje aunque Marcelo, el mecánico que trabaja al lado de Servinor, al verlo le grite
–¡Benítez, hágala bien!

que es lo mismo que le azuza el taimado supervisor González al forzudo en la película. Y uno se pregunta por qué Pablo trabaja de otra cosa si es actor y por qué tendría que cambiar su vida laboral si siempre carga su caja de herramientas y no le pesa, qué nos lleva a naturalizar tanto absurdo maniqueísmo alrededor del triunfo y la voluntad en el trabajo y en el arte, si al fin y al cabo uno conquista el universo cuando encuentra un espacio en el mundo y tiene el corazón en las pupilas.

Carlos Diviesti

6 comentarios:

  1. Que genial !!el final ,muy bueno Carlos!

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  2. Excelente la reflexión final. Profunda y emotiva. Disfrute mucho leyendo tu crónica! Abrazo

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  3. Magnífica Carlos! La disfruté de cabo a rabo. Una gran fluidez a pesar de un gran detalle y una buena reflexión.

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    1. Gracias Tom. Ahora vamos por un poquito, todo es demasiado. ¡Abrazazo!

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