Hoy, martes,
Pablo Pinto tiene el pelo más endemoniadamente monstruoso que de costumbre. Me
enseña cómo funciona ese lavarropas sin carcasa al que se le ven las entrañas,
y aunque se peine con la mano llena el pelo le vuelve a saltar como si tuviera
resortes. Pablo sirve café;qué linda le resulta esa Ariston Express de precio
exorbitante, aunque ya está resignado a desprenderse de ella cuando pase el
testeo y a volver al café de filtro o al mate cotidiano. Entonces Rubén se
acuerda de Héctor Bordoni, su compañero de la escuela que hizo de indio en “El
cóndor de oro” y que ahora hace de gaucho en la propaganda de Levité donde un
chino es el asador, y Gustavo ofrece facturas y Claudio llega sobre el pucho,
cuando hay que repartir las boletas de visita. Alguien llama para pedir un
técnico porque tiene un anafe de seis hornallas que no hace chispa en ninguna
de ellas. Pablo dice que la rutina en Servinor es sencilla, que su trabajo no
tiene vueltas, que hace dieciséis, dieciocho años que la yuga a diario y que
ahí son todos amigos aunque vayamos juntos a comer de tanto en tanto. Mientras
Gustavo le permita tomarse los días necesarios cuando le aparezca un bolo,
Pablo ya está contento. Y Gustavo se lo permite.
En un momento
saldremos de recorrida: el único inconveniente es que uno, viendo la maraña de órganos
alrededor, se siente completamente lego respecto del service de electrodomésticos.
–Nunca tuve
vergüenza del trabajo –dice Pablo–. Menos afanar, hice lo que te imagines. Le
pongo el pecho a todo. Si había que repartir pollos, repartía pollos, si había
que cargar medias reses, cargaba medias reses, si a los 16 años había que
ponerse un guardapolvo amarillo patito en un supermercado, me ponía el
guardapolvo amarillo patito en el supermercado.
Servinor tiene
la sede en Martínez a tres cuadras de la Panamericana y atiende el servicio de
Ariston para la zona norte del conurbano bonaerense. El circuito de hoy incluye
Acasusso, Punta Chica, San Fernando y Nordelta. En Acasusso hay que dejarle un
lavavajillas a las asistentes de la señora en un departamento que en una
primera impresión parece hecho a todo trapo, pero que si uno se fija bien
descubre que las terminaciones no son más que molduras de yeso muy baratas.
Camino a Punta Chica –donde, en una casa atenderemos un lavarropas que recibió
un golpe de tensión y lo más probable sea, de acuerdo al diagnóstico previo,
que se le extienda el acta de fallecimiento, y en otra casa le cambiaremos las
bisagras a la tapa de un horno en la misma cocina donde recién terminaron de
preparar brócoli pero sin salsa blanca, qué picardía–, pasamos por la
estación Las Barrancas del Tren de la Costa. Por ese camino verde y sinuoso,
Benítez iba a correr en los ratos libres para mantener la agilidad de Pablo.
–Una vez andaba
sin guita y vi unos tipos haciendo vizcacheras en la calle, no querés
laburar de esto vos que sos grandote, y laburé seis meses haciendo pozos, me
quedaron los brazos así, bronceado, parecía que iba al gimnasio, me daba lo
mismo que jugar al rugby. Todos la remamos de abajo en casa, portugueses,
italianos, toda la familia. Mi abuelo, que tenía una florería frente a la plaza
de Moreno, plantaba, cosechaba y vendía las flores él mismo. Mi viejo laburaba como
técnico en BGH y después se puso una casa de artículos para el hogar en un
barrio de gitanos también en Moreno. Le fue bárbaro durante muchos años, y cuando
se fundió con la hiperinflación se puso a hacer electricidad del automóvil y
pasó de manejar un flor de auto a hacer equilibrio en una bicicleta y nadie le
negó el saludo.
En San Fernando,
la señora de la casa está preocupada porque el lavarropas le deja un charquito
de agua después de lavar. Pablo explica que la bomba de desagote junta mugre
porque a lo mejor la señora le pone más cantidad de jabón que la adecuada. Yo
le pongo hasta acá, dice la señora con culpa, y Pablo sostiene que mejor
ponerle hasta aquí para que esto no suceda y la señora asiente y se queda
tranquila porque Pablo le asegura que el lavarropas anda perfecto, como buen médico
de familia que es. Está visto que las mujeres que atiende habitualmente Pablo
son clientas conocidas, y que dada la familiaridad que ha entablado con cada
una, ante la más mínima pavadita lo mandan llamar a él específicamente para que
el hogar no se les vaya de las manos.
–Imaginate esta
fajina de irte al suelo a cada rato con treinta y cinco kilos más. Le tenía que
pedir a mi mujer que me rasque la espalda. De noventa me fui a ciento
veinticinco. Y rapado. Metía miedo.
Y acota con
cierta saña:
–A Triviño le
metí miedo cuando entré encapuchado al bar y dijo o este es Benítez o este
me afana. ¡Portación de cara!
Y Pablo se ríe mientras
se le escapan los ojos de las cuencas y tiene que correr a buscarlos.
–Para mí
Benítez es un tipo que viene de afuera, un tipo con la mirada triste,
disconforme con su vida, un entrerriano que llega a Buenos Aires a ver qué
pasa, Carlitos viene a Buenos Aires a laburar de artista, como decía
Monzón en Soñar soñar, viste. Ah, sí,
miralo en YouTube. Cuando gané el premio en Huelva tenía puesta la remera de Soñar soñar con la cara de Monzón. Y un
saquito. Y no supe qué decir.
En el barrio La
Alameda de Nordelta (ese cuyas callecitas nos recuerdan a Wisteria Lane –la
calle de las amas de casa desesperadas–, ahí donde hay que andar despacio con
el auto porque sus niños juegan –los niños de los habitantes del barrio– y
donde un guardia altisonante le exige por favor a Pablo que le entre por atrás –a
la casa que vamos a visitar–), un lavasecarropas hace saltar la térmica porque
la secadora hace masa y eyecta los tapones. Tan simple como anularle la
secadora al aparato y usar el secarropas que tiene al lado, y ya que estamos
fíjate por qué tarda tanto en cargar el agua y fíjese qué baja presión viene de
la canilla, mientras uno pasa el secador por el porcellanato donde se armó el
charco al quitarle la manguera (para algo estamos los asistentes, para secarle
el agua o ajustarle los tornillos al técnico).
Paramos para
comer bastante más allá de aquellas lagunas con fondo de cemento y pajarracos
extrapolados. Pablo dice que no se sienta a almorzar, que se toma un yogur en
alguna estación de servicio en algún momento de la tarde. Está más flaco que en
la película pero de todas maneras es un tipo enorme, uno de esos que se para sobre
un escenario y su presencia totaliza el espacio; sin embargo cuando uno lo
escucha hablar con ese posible registro de tenorino espera que se le abra el
pecho en dos, como cuando cuenta que su señora una vez le pidió que no fuera a
Servinor y que fuera realmente a trabajar. A trabajar de actor, se
entiende.
Cuando nos
conocimos el viernes pasado Pablo Pinto me cuenta que Gustavo Triviño, el
director de De martes a martes, le
dijo que necesitaba un Juan Benítez más duro, y Pablo Pinto aumentó treinta y
cinco kilos a partir del entrenamiento en un gimnasio de mala muerte en
Moreno y de una dieta rica en proteínas, y cargó con el cuerpo del otro
durante los doce meses previos al rodaje. Y Pablo, cuyo pelo atrabiliario no
condijo con Benítez desde el principio, cazó la maquinita y se rapó hasta
dejarlo en su cabeza como un pinche de medio centímetro. Sucede que su papá
bandoneonista tenía una cámara súper ocho con la que a los nueve años Pablo y
su hermano Eduardo filmaban cortometrajes en el lote de al lado de la casa,
razón por la cual se aburrió en la única clase de teatro que tomó en su vida
porque ya había experimentado bastante con esas películas que no cuenta de qué
trataban y que para uno es mucho más feraz imaginárselas. Y mientras tanto, tocaba
la batería y planteaba los videoclips de la banda y cambiaba de voz en el
teléfono o de actitud frente a la caja del supermercado, cosa que todavía hace
porque no puede resistirse a jugar con sus dos hijos como cómplices o con sus
compañeros de trabajo como testigos, y todo ese fárrago de emociones que le
causaba el juego diario de cumplir el rol de artista se tradujo en el deseo de
ser actor de verdad, no importa si bueno o si malo, pero actor en serio, tarea
que parecía destinada a los sospechosos de siempre pero no para uno mismo.
–Yo ya había
colgado los guantes –confiesa el viernes en el teatro Gargantúa, después de entrevistarse
para un papel en otra película – Tengo
una familia que mantener, lo mío es laburar, no queda otra. Del laburo
no me puedo quejar porque gracias al laburo tengo mi casa en Moreno, yo vivo en Moreno, y gracias al
laburo hasta restauro muebles, tendrías que ver, los ventanales antiguos de mi
casa los restauré yo, pura observación, pero la actuación era una deuda
pendiente, si hasta debo materias del secundario, hasta que Lola Sosa, la
directora de arte de la película, se acordó de mí por un bolo que hice en una
publicidad y
De martes a martes muestra
cómo Juan Benítez tiene una rutina armada: pecho, espalda, brazos, piernas. Se
levanta bien temprano y va al gimnasio antes de entrar a trabajar en el taller
textil. En la rutina de Benítez se cruzan la sonrisa de la quiosquera y la
chicana del supervisor: con erotismo inocente una, plena de cinismo impune la
otra; el sueldito que en casa a gatas si alcanza; las changas como gorila en
boliches o fiestas privadas; la lidia con las aves de rapiña que anidan en el
taller, y aquel puente sobre la Panamericana al que todo el tiempo se le mueve
el horizonte. Tener el gimnasio propio es un anhelo de segunda mano pero
Benítez, Juan Benítez, no ceja en el empeño. Sabe que tarde o temprano las
cosas se le enderezarán. Y entonces el jueves a la noche Benítez, firme y
derechito como camina, es testigo fortuito de una violación. Alguien viola a
Valeria, la quiosquera. Él observa de lejos. El que la viola vive en el Bajo
Belgrano, es un arquitecto que tiene su estudio en el centro, juega al golf los
sábados y se llama Alfredo van den Westoizen. De todo esto se enterará Benítez
a partir del viernes, después de buscar los datos del dominio del Audi gris al
que Westoizen se sube después de cometer el abuso, ese auto de quinientas
lucas. Esa es la cifra que le pide el lunes después de apretarlo el domingo a
la mañana en la puerta de su casa: 500 mil pesos. El gimnasio propio. Salir de
pobre. Y Benítez, ese tipo tan grandote al que no le combina el cuerpo con la
timidez, ese que no aprende a fiarse de los demás, el mismo que por poca plata
no se pelea con nadie, que cose a máquina en sobreturno para amarrocar el
manguito, el mismo a quien por hacer fuerza se le ponen rojas las manos
curtidas, se muestra distinto, brutalmente. O ese martes se muestra tal cual
es. ¿Quién es Benítez? ¿Qué le pasó en los últimos diez años? ¿Fue el hombre de
confianza de alguien, antes? ¿Estuvo preso? ¿Tan acostumbrado está a ver cómo
los demás se abusan de los otros, que no le importa quedarse en el molde cuando
es necesario? ¿Por qué tiene esa mirada espesa y devastadora en aquellos
pregnantes ojos negros, profundos, tan profundos?
Cuesta
decirlo, pero Benítez es un hijo de puta. Un hijo de puta como Travis Brickle o
como Claus von Bülow, y sin dudas que Pablo Pinto califica por este rol en la
misma liga que Robert De Niro o Jeremy Irons en Taxi driver y Mi secreto me
condena, dos películas con hijos de puta de antología. Todo el cuerpo de
Pablo, sin exagerar, es de Benítez en la película: ese andar ágil que desmiente
el esfuerzo del sobrepeso adquirido, las manos rudas con pequeñas cicatrices,
las marcas de viruela en sus mejillas, el planisferio de señas particulares de
un individuo que se diluyen en la ficción de otro. Y es sorprendente y en
definitiva conmovedor que la comprensión total de Pablo Pinto respecto de su
personaje convierta esta película en un rotundo objeto artístico. Uno sale del
cine con la angustia de haber perdido un héroe en el camino, aunque al cabo de
un rato, cuando recuerda que Benítez arropa a la hija dormida, le da un beso
trémulo en la frente y se queda arrodillado como pidiéndole perdón, le
cosquillee encendido el entusiasmo por haber conocido a uno de esos actores
extraordinarios que con un solo parpadeo nos hacen creer que el océano se
partió en dos, como dijimos de su pecho cuando algo lo emociona.
De martes a martes se estrenó en Buenos
Aires el jueves 3 de octubre de 2013, un año después de iniciar su carrera en
los festivales de Biarritz (Francia, premio a la Mejor Película), Huelva
(España, premios al Mejor Nuevo Director y Colón de Plata al Mejor Actor), y
Mar del Plata (Argentina, premio Astor de Plata al Mejor Actor –compartido con
el turco Ilyas Salman por la película Lal
gece–). De martes a martes, gracias
a la carrera que había hecho el año anterior, era uno de esos estrenos que en el ambiente del cine se
esperaban con muchas ganas para esta temporada, pero tal vez debido a las
exigencias para el cobro de subsidios del INCAA, o por el arbitrio en la distribución
del cine nacional o debido al cumplimiento de la cuota de pantalla por parte de
los exhibidores en las salas, podríamos decir que la película se estrenó
para cumplir, con apenas tres copias y en una época de marcada merma en la
cantidad de espectadores. Resulta lógico entonces que no haya despertado
interés: de acuerdo a la información publicada el 7 de octubre en el sitio web
cinesargentinos.com.ar, Rentrak EDI de Argentina informa que De martes a martes tuvo un promedio de
151 espectadores por copia entre el jueves 3 y el domingo 6 de octubre, el fin
de semana de estreno en el que en total asistieron unos 483.000 espectadores a
las salas de todo el país (un 34% menos que en la misma semana de 2012) y la
película más vista fue Dragonball Z: La
batalla de los dioses.
–Sabés
que una vuelta estamos haciendo un pozo frente a una casa muy linda, y un
pocero paraguayo la mira, la mira, dele mirarla, hasta que se le llenan los
ojos de lágrimas y me dice algún día voy a tener una casa así, y un vino.
De ahí lo saqué a Benítez me parece – y por un momento Pablo se calla y mira al
frente, quizás porque en el camino a Moreno el asfalto esté cuarteado y la
trajinada Berlingo verde inglés sienta el traqueteo en los elásticos.
Moreno,
puntualmente, como en el far west, es una ciudad seca de calles polvorientas,
edificios bajos y el cielo amplio que al atardecer se puebla de múltiples tornasolados.
Pablo Pinto hoy tiene en Moreno el mismo fulgor de celebridad que tenía antes
de transformarse en actor de cine. A lo mejor la gente le sonría con una
sonrisa más amplia y Pablo la mire con una caricia de agradecimiento. Llegamos
ahí donde él vive, cerca, a diez cuadras, porque a uno le conviene más
tomarse el tren para bajarse en Once. Al otro lado de la plaza está más
tranquilo para hacer fotos, sugiere, e indica dónde estaba la florería del
abuelo, en diagonal a la municipalidad y en línea recta a la iglesia.
Le agradezco
que me haya permitido acompañarlo al trabajo y le pido un autógrafo. Está muy
claro que él no es el personaje aunque Marcelo, el mecánico que trabaja al lado
de Servinor, al verlo le grite
–¡Benítez,
hágala bien!
que es lo mismo
que le azuza el taimado supervisor González al forzudo en la película. Y uno se
pregunta por qué Pablo trabaja de otra cosa si es actor y por qué tendría que
cambiar su vida laboral si siempre carga su caja de herramientas y no le pesa,
qué nos lleva a naturalizar tanto absurdo maniqueísmo alrededor del triunfo y
la voluntad en el trabajo y en el arte, si al fin y al cabo uno conquista el
universo cuando encuentra un espacio en el mundo y tiene el corazón en las
pupilas.
Carlos Diviesti
Que genial !!el final ,muy bueno Carlos!
ResponderEliminarChas gracias don Claudio. Muy generoso es usté.
EliminarExcelente la reflexión final. Profunda y emotiva. Disfrute mucho leyendo tu crónica! Abrazo
ResponderEliminarMiércoles Gaby, aunque sea martes. ¡Gracias!
EliminarMagnífica Carlos! La disfruté de cabo a rabo. Una gran fluidez a pesar de un gran detalle y una buena reflexión.
ResponderEliminarGracias Tom. Ahora vamos por un poquito, todo es demasiado. ¡Abrazazo!
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