lunes, 1 de diciembre de 2014

Misterioso sacrificio ritual


                                                                                                            Miguel Prenz

Miguel Prenz logró algo que parece imposible: hacer de un caso escalofriante una crónica accesible y entretenida; morbosa pero interesante. Estudió en detalle lo ocurrido y construyó un relato que incluye giros inesperados para no aburrir al lector.
La Misa del Diablo comienza con una breve descripción del hecho: se trata del asesinato de un niño de once años con las características de un sacrificio ritual. Para esto ubica en tiempo y espacio lo ocurrido: Corrientes, ciudad de Mercedes en octubre del 2006. Presenta someramente a varios de los que conformarán el relato a medida que este avanza: además de la familia de Ramoncito -la víctima- hablará de varios vecinos y conocidos, entrevistará a algunos de los acusados y testigos clave y al equipo que se dedicó a investigar el caso para la Justicia.
Poco a poco, se va acercando al núcleo de los protagonistas abordando primero a los personajes más circunstanciales para luego llegar a los testigos clave y participantes activos del hecho. De esta manera logra espaciar estratégicamente la información para generar asombro y retener al lector. Con el correr de las páginas, distintos datos sufren modificaciones y abunda la falta de certezas.
Comienza con una declaración de Ramonita –testigo presencial del caso- que recapitula lo ocurrido en el supuesto sacrificio umbanda que tuvo como fin la decapitación de Ramoncito: esta parte, aunque espantosa e impactante por su contenido, es predecible en lo que respecta a la estructura de la crónica. Hace un repaso de los días previos al asesinato y la forma que tomó el rito, los diálogos de los asesinos, sus vestimentas y otros datos referentes a la situación.
El autor entrevista a los imputados y comienza a plasmar sutilmente su postura a través de sus sensaciones. Los describe sospechosos, incluso villanos, de una forma encantadora y convincente.
Luego, retoma las declaraciones de Ramonita sobre la madre del niño, a quien veníamos considerando una víctima más del hecho: dice sin vueltas que ella fue la entregadora. Este giro es completamente sorpresivo y logra el efecto buscado: atrapar. Prenz hace que en este punto sea imposible abandonar la lectura.

Con el fin de lograr un relato con giros y novedades pero evitar confusiones, coloca una declaración sorpresiva e inmediatamente retrocede en el tiempo para explicar de qué se trata. Prenz recapitula y menciona brevemente de qué forma venían sucediendo las cosas para que quede claro el salto en la narración y no deja de lanzar interrogantes que no han tenido respuesta, como la pregunta sobre los autores intelectuales del hecho.
                                                                             Rocío Zanini 

La práctica del salto


A toda esa tierra, a todo ese sol que impacta sobre la tierra, y a todo ese verde que crece con la lluvia y con el sol desde tiempos inmemoriales, en un momento dado, por una iniciativa política amparada en una necesidad demográfica, se lo llamó localidad. Y a esa localidad se la llamó Tierras Altas. Y Celia, que vive en la localidad de Tierras Altas, no entiende por qué le pusieron Tierras Altas si las tierras son medias o bajas y entonces siempre se inunda y ella la pasa mal. Pero aunque el agua se estanque, trepe hasta sus rodillas y las bolsas mal cerradas de basura merodeen el frente de su casa, tal vez por costumbre, por comodidad, o mejor, para hacerse entender, Celia seguirá llamando Tierra Altas a las tierras medias y bajas donde vive.
Celia tiene ocho hijos. Antes de morir su marido le dijo: “comprate una casa que quede cerca de la estación” y Celia se mudó, con sus ocho hijos, a esta casa que compró a la vuelta de la estación. Eso fue en el año 1990. Antes, unos años antes, la estación no existía, y cuando algo no existe, las historias se multiplican. Del cruce de los relatos que ofrecen el ferretero y la secretaria de la intendencia de Tierras Altas, surge un texto que dice más o menos así: (Se sugiere acompañar con una melodía animada y juguetona, puede ser “Tierra querida” de Astor Piazzolla, fácil de encontrar en Grooveshark o Spotify).

“En un momento dado, un poco después de la estación Grand Bourg, y mucho antes de la estación Tortuguitas, los muchachos saltaban del tren. Caían parados, y si había llovido hacían un surco en la tierra; y si la tierra estaba dura, amortiguaban con los tobillos. Pero las chicas no, y menos con los nenes chiquitos. Ellas bajaban en Grand Bourg y caminaban. Después se encontraban con los muchachos en la casa, o peor: a mitad de camino, porque los muchachos volvían a buscarlas. Entonces la situación no le servía a nadie porque cada tanto alguno se lastimaba, todos caminaban un montón, y encima los maquinistas se exponían a problemas porque claro, para que los muchachos saltaran ellos debían aminorar la marcha del tren, y eso no se podía”.

Y así fue durante un buen tiempo: antes de esta franja de amarillo intenso que traza el límite previo a las vías, antes del verde, también intenso de estos cestos de basura que por cantidad y equidistancia parecen excesivos, antes de estas cámaras de seguridad que atornilladas a un lado y otro de los postes de luz, si están provistas de un buen zoom, llegarán a registrar esto que escribo, es decir, en esa época antes de ahora, los maquinistas aminoraban la marcha y los muchachos saltaban: la estación no existía pero entre los muchachos y los maquinistas la hacían existir.
            La hacían existir hasta que un día, en el ocaso de la presidencia de Raúl Alfonsín, cuando Celia no podía siquiera imaginar el trágico suceso familiar y la posterior mudanza, exactamente el sábado 9 de julio de 1988, el mismo día que Antonio Cafiero y Carlos Menem se disputaban en elecciones internas la posibilidad de representar al peronismo en elecciones generales, se inauguró una estación entre Grand Bourg y Tortuguitas, y con ella, la práctica del salto se institucionalizó. A la flamante estación, parte integrante de la línea Belgrano Norte, se la llamó Kilómetro 38, que es la distancia que existe entre el Congreso de la Nación y este punto en la tierra.
Antes que se inaugure la estación, mucho antes que se monten la óptica, la ferretería, la panadería, la peluquería y la casa de lotería que hoy trazan una línea horizontal a un lado de la estación, antes que cimentaran el santuario de Gauchito Gil –que , adornado con una botella vacía de Michel Torino, una bandera argentina y restos de cera, hoy se erige frente a la estación–, antes que se instalara la salita de primeros auxilios a la que acude, del otro lado de la estación, cuando el asunto no es serio, Celia con alguno de sus hijos. Antes del asfalto, antes del cajero, sobre todo antes del asfalto y antes del cajero, antes que una ley provincial ordenara la desintegración del otrora Partido de General Sarmiento por considerar excesiva su extensión de 207 kilómetros cuadrados, y elevada su población de 650.000 habitantes, y antes de que esa misma Ley provincial promulgara a Malvinas Argentinas como una de las tres localidades resultantes de la desintegración, antes de todo eso, la localidad de Tierras Altas, es decir, a esa altura, unos centenares de casas con sus gallinas y sus motos, levantadas sin orden aparente sobre tierras medias y bajas, pasó a integrar el flamante Partido de Malvinas Argentinas, que primero se iba a llamar Manuel Belgrano por la coincidencia entre su terreno y el trazado de dicha línea ferroviaria, pero luego, por sugerencia del entonces gobernador de la provincia Eduardo Duhalde, se llamó Malvinas Argentinas
Ahora que la estación no hay que hacerla existir porque existe, hablo con Celia en la puerta de su casa; ahora que saltar del tren ya no es necesario y toda aventura se limita a sentarse con los pies colgados sobre la vía y procurar sacarlos a tiempo, ahora que los muchachos con las chicas y los nenes bajan, como corresponde, en la estación Tierras Altas, Sergio, el hijo menor de Celia, baja el volumen de un televisor que presumiblemente sintoniza un canal de noticias, se acerca a su mamá y se suma a la conversación. Sergio tiene veinticuatro años, los mismos años que lleva en esta casa, es decir, los mismos años que su padre ya no lleva. Sobre la estación, dice su mamá: que las cámaras de seguridad no sirven para nada porque cuando pasa algo resulta que no estaban funcionando; que ella, si tiene turno en Capital a las nueve y quiere llegar a horario tiene que salir de su casa un rato antes de las siete; que en el anden que va a Retiro hay baños pero que en el anden que va a Villa Rosa no y entonces cuando ella está esperando el tren para Villa Rosa y quiere ir al baño tiene que dar toda la vuelta por el paso nivel y eso es sumamente incómodo. Le pregunto a Celia qué hay en Villa Rosa y me dice que en Villa Rosa está su nuera. Le pregunto a Sergio, el hijo de Celia, por la estación. Me dice:

-¿La estación? Altas tierras.

Altas tierras le dice Sergio a la estación, en lugar de Tierras Altas. Y antes le decían Kilómetro 38, eso decía el cartel que aún endeble y con frecuencia borroso señalizaba la estación. Y antes no había cartel ni estación pero los muchachos y tal vez algunas muchachas y algunos nenes, saltaban justo ahí, donde la tierra se hizo cemento y al cemento se le trazó una línea amarilla que en la práctica no opera como delimitación de la zona donde se debe esperar al tren.
Mientras haya alguien que esté dispuesto a inventarse un propio sentido para las cosas, habrá algo en ese asunto de nombrar que se vuelva insuficiente. Quien invierta el orden de las palabras, quien haga pie en el barro, pero también, quien promulgue leyes, sobre todo aquellas que contemplen la caducidad que la práctica propone, producirá algo nuevo, una irrupción en el lenguaje, en el mejor de los casos un salto, y como todo salto, sin garantías.
                                                          Javier Cababié