A
toda esa tierra, a todo ese sol que impacta sobre la tierra, y a todo ese verde
que crece con la lluvia y con el sol desde tiempos inmemoriales, en un momento
dado, por una iniciativa política amparada en una necesidad demográfica, se lo
llamó localidad. Y a esa localidad se la llamó Tierras Altas. Y Celia, que vive en la localidad de Tierras Altas,
no entiende por qué le pusieron Tierras Altas si las tierras son medias o bajas
y entonces siempre se inunda y ella la pasa mal. Pero aunque el agua se
estanque, trepe hasta sus rodillas y las bolsas mal cerradas de basura merodeen
el frente de su casa, tal vez por costumbre, por comodidad, o mejor, para
hacerse entender, Celia seguirá llamando Tierra Altas a las tierras medias y
bajas donde vive.
Celia
tiene ocho hijos. Antes de morir su marido le dijo: “comprate una casa que quede cerca de la estación” y Celia se mudó,
con sus ocho hijos, a esta casa que compró a la vuelta de la estación. Eso fue
en el año 1990. Antes, unos años antes, la estación no existía, y cuando algo
no existe, las historias se multiplican. Del cruce de los relatos que ofrecen
el ferretero y la secretaria de la intendencia de Tierras Altas, surge un texto
que dice más o menos así: (Se sugiere acompañar con una melodía animada y
juguetona, puede ser “Tierra querida”
de Astor Piazzolla, fácil de encontrar en Grooveshark o Spotify).
“En un momento dado, un poco después de la estación Grand
Bourg, y mucho antes de la estación Tortuguitas, los muchachos saltaban del
tren. Caían parados, y si había llovido hacían un surco en la tierra; y si la
tierra estaba dura, amortiguaban con los tobillos. Pero las chicas no, y menos
con los nenes chiquitos. Ellas bajaban en Grand Bourg y caminaban. Después se
encontraban con los muchachos en la casa, o peor: a mitad de camino, porque los
muchachos volvían a buscarlas. Entonces la situación no le servía a nadie
porque cada tanto alguno se lastimaba, todos caminaban un montón, y encima los
maquinistas se exponían a problemas porque claro, para que los muchachos
saltaran ellos debían aminorar la marcha del tren, y eso no se podía”.
Y así
fue durante un buen tiempo: antes de esta franja de amarillo intenso que traza
el límite previo a las vías, antes del verde, también intenso de estos cestos
de basura que por cantidad y equidistancia parecen excesivos, antes de estas
cámaras de seguridad que atornilladas a un lado y otro de los postes de luz, si
están provistas de un buen zoom, llegarán a registrar esto que escribo, es
decir, en esa época antes de ahora, los maquinistas aminoraban la marcha y los
muchachos saltaban: la estación no existía pero entre los muchachos y los
maquinistas la hacían existir.
La hacían existir hasta que un día,
en el ocaso de la presidencia de Raúl Alfonsín, cuando Celia no podía siquiera
imaginar el trágico suceso familiar y la posterior mudanza, exactamente el
sábado 9 de julio de 1988, el mismo día que Antonio Cafiero y Carlos Menem se
disputaban en elecciones internas la posibilidad de representar al peronismo en
elecciones generales, se inauguró una estación entre Grand Bourg y Tortuguitas,
y con ella, la práctica del salto se institucionalizó. A la flamante estación,
parte integrante de la línea Belgrano
Norte, se la llamó Kilómetro 38,
que es la distancia que existe entre el Congreso de la Nación y este punto en
la tierra.
Antes
que se inaugure la estación, mucho antes que se monten la óptica, la ferretería,
la panadería, la peluquería y la casa de lotería que hoy trazan una línea
horizontal a un lado de la estación, antes que cimentaran el santuario de
Gauchito Gil –que , adornado con una botella vacía de Michel Torino, una
bandera argentina y restos de cera, hoy se erige frente a la estación–, antes
que se instalara la salita de primeros auxilios a la que acude, del otro lado
de la estación, cuando el asunto no es serio, Celia con alguno de sus hijos.
Antes del asfalto, antes del cajero, sobre todo antes del asfalto y antes del
cajero, antes que una ley provincial ordenara la desintegración del otrora
Partido de General Sarmiento por considerar excesiva su extensión de 207 kilómetros
cuadrados, y elevada su población de 650.000 habitantes, y antes de que esa
misma Ley provincial promulgara a Malvinas Argentinas como una de las tres
localidades resultantes de la desintegración, antes de todo eso, la localidad
de Tierras Altas, es decir, a esa altura, unos centenares de casas con sus
gallinas y sus motos, levantadas sin orden aparente sobre tierras medias y
bajas, pasó a integrar el flamante Partido de Malvinas Argentinas, que primero
se iba a llamar Manuel Belgrano por la coincidencia entre su terreno y el
trazado de dicha línea ferroviaria, pero luego, por sugerencia del entonces gobernador
de la provincia Eduardo Duhalde, se llamó Malvinas Argentinas
Ahora
que la estación no hay que hacerla existir porque existe, hablo con Celia en la
puerta de su casa; ahora que saltar del tren ya no es necesario y toda aventura
se limita a sentarse con los pies colgados sobre la vía y procurar sacarlos a
tiempo, ahora que los muchachos con las chicas y los nenes bajan, como
corresponde, en la estación Tierras Altas,
Sergio, el hijo menor de Celia, baja el volumen
de un televisor que presumiblemente sintoniza un canal de noticias, se acerca a
su mamá y se suma a la conversación. Sergio tiene veinticuatro años, los mismos
años que lleva en esta casa, es decir, los mismos años que su padre ya no
lleva. Sobre la estación, dice su mamá: que las cámaras de seguridad no sirven
para nada porque cuando pasa algo resulta que no estaban funcionando; que ella,
si tiene turno en Capital a las nueve y quiere llegar a horario tiene que salir
de su casa un rato antes de las siete; que en el anden que va a Retiro hay
baños pero que en el anden que va a Villa Rosa no y entonces cuando ella está
esperando el tren para Villa Rosa y quiere ir al baño tiene que dar toda la
vuelta por el paso nivel y eso es sumamente incómodo. Le pregunto a Celia qué
hay en Villa Rosa y me dice que en Villa Rosa está su nuera. Le pregunto a
Sergio, el hijo de Celia, por la estación. Me dice:
-¿La estación? Altas tierras.
Altas
tierras le dice Sergio a la estación, en lugar de Tierras Altas. Y antes le
decían Kilómetro 38, eso decía el cartel que aún endeble y con frecuencia
borroso señalizaba la estación. Y antes no había cartel ni estación pero los
muchachos y tal vez algunas muchachas y algunos nenes, saltaban justo ahí,
donde la tierra se hizo cemento y al cemento se le trazó una línea amarilla que
en la práctica no opera como delimitación de la zona donde se debe esperar al
tren.
Mientras haya alguien que esté dispuesto a inventarse un propio sentido
para las cosas, habrá algo en ese asunto de nombrar que se vuelva insuficiente.
Quien invierta el orden de las palabras, quien haga pie en el barro, pero
también, quien promulgue leyes, sobre todo aquellas que contemplen la caducidad
que la práctica propone, producirá algo nuevo, una irrupción en el lenguaje, en
el mejor de los casos un salto, y como todo salto, sin garantías.
Javier Cababié