lunes, 28 de octubre de 2013

El eco de la sangre

     


   El día que zarpa el vapor Wesser (ese que en  miniatura y con los mismos colores, puede verse hoy en el Museo Judío de Buenos Aires como un Mayflower de otras longitudes) un hombre viaja solo desde el puerto de Bremen con destino a estos cielos, un hombre grande pero no tanto; gordo, pero fornido; pobre, pero culto: David Lander. Carga un par de baúles, en contraste con el multitudinario equipaje de las 136 familias de judíos rusos que escapan de los pogromos zaristas tras el asesinato de Alejandro II (asesinato que le endilgan a los judíos, pero ¿son 136 las familias que viajan, o 104, u 88, o algo así como 129-130?), gente contratada para trabajar el campo en esta nueva y lejana nación. Parece que es un viaje tormentoso y para colmo, por cuestiones administrativas, las familias israelitas quedan tres días varadas en el puerto de Buenos Aires hasta que pueden bajar del barco. El 17 de agosto de 1889 pues, entre tantos ojos confundidos, David Lander pisa suelo argentino y observa el derredor con extrañada esperanza. Más tarde, en septiembre ya, luego de haber pasado frío en una precaria estación de tren santafesina y tras dormir en tiendas de campaña, el hambre común carcome las tripas y hay que salir a buscar galletn gambeteando al tifus e intentando seguir hacia el frente. Un gaucho se apiada de aquellas miradas doloridas; el gaucho les da galletn a los judíos y a cambio pide aquella muchacha de belleza inusual en estas pampas. El gaucho, que no intenta darse a entender, toma del brazo a la muchacha y la carga en la montura a la fuerza. Los hambrientos no comprenderán el idioma pero sí la afrenta: al instante rodean al gaucho y se arma la polvareda. El puñal, diestro, hace fintas en el aire y se hiende en el pecho del que está más cerca, de uno que recula azorado frente al mar de su propia sangre. El gaucho escapa pero la marea de indignados lo baja a golpes del caballo hasta hacerle musitar el sollozo. El judío herido, solo entre los suyos, es David Lander. David Lander, pues, es el primer judío muerto violentamente en estas tierras.
     Pero un momento: cosamos la herida de David Lander. Cuando Javier Sinay (autor de Los crímenes de Moisés Ville, una historia de gauchos y judíos) llega al cementerio de Moisés Ville para investigar unos crímenes producidos durante 1889 y 1906 en los alrededores de aquella colonia modelo, la tumba de David Lander no existe. Tampoco su nombre está registrado entre los recién llegados. ¿Existió David Lander? ¿Cómo fue el crimen de María Aliksenitzer o Alexenicer, la atravesó la flecha del malón o la destriparon luego de un acto inconfesable? ¿Y quiénes asesinaron bestialmente al almacenero Waisman y a su familia, incluido el bebé de días? Hay demasiadas lagunas en tierra seca y demasiada gente vieja que ya no recuerda los hechos. Hay un pueblo que fue pujante y hoy se resigna al paso lento del tiempo. Hay una asociación filantrópica cuyos integrantes se cuentan con los dedos de la mano. Hay un Barón que se queda sin dinero. Hay también, después, lejos del pueblo, un atentado que borra los detalles de la historia. Hay una lengua que se resiste a morir. Hay un periódico litografiado del que se perdieron ejemplares de sus tres números, Der Viderkol  (El eco), ese mismo que observa la virulencia con que la Jewish Company Association trata a los colonos, y que es el primer periódico judío en la Argentina. Hay un artículo de 1947 que hace el recuento de la sangre derramada, Las primeras víctimas judías en Moisés Ville, escrito en idish, hipérbole posible de otros crímenes. Hay un periodista que une todas esas puntas y que permite al cronista de hoy asomarse al abismo de una obra en (re) construcción: Mijl Hacohen Sinay, el bisabuelo desconocido del autor. Y hay en este libro un montaje maravilloso entre lo imposible del pasado y la vida cotidiana del presente, y una abuela Mañe que los domingos aún sirve el gefilte fish con zanahorias y ensaladas de todos los colores.


Carlos Diviesti 

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