El día que zarpa el vapor Wesser
(ese que en miniatura y con los mismos
colores, puede verse hoy en el Museo Judío de Buenos Aires como un Mayflower
de otras longitudes) un hombre viaja solo desde el puerto de Bremen con destino
a estos cielos, un hombre grande pero no tanto; gordo, pero fornido; pobre,
pero culto: David Lander. Carga un par de baúles, en contraste con el
multitudinario equipaje de las 136 familias de judíos rusos que escapan de los
pogromos zaristas tras el asesinato de Alejandro II (asesinato que le endilgan
a los judíos, pero ¿son 136 las familias que viajan, o 104, u 88, o algo así
como 129-130?), gente contratada para trabajar el campo en esta nueva y lejana
nación. Parece que es un viaje tormentoso y para colmo, por cuestiones
administrativas, las familias israelitas quedan tres días varadas en el puerto
de Buenos Aires hasta que pueden bajar del barco. El 17 de agosto de 1889 pues,
entre tantos ojos confundidos, David Lander pisa suelo argentino y observa el
derredor con extrañada esperanza. Más tarde, en septiembre ya, luego de haber
pasado frío en una precaria estación de tren santafesina y tras dormir en
tiendas de campaña, el hambre común carcome las tripas y hay que salir a buscar
galletn gambeteando al tifus e intentando seguir hacia el frente. Un
gaucho se apiada de aquellas miradas doloridas; el gaucho les da galletn
a los judíos y a cambio pide aquella muchacha de belleza inusual en estas
pampas. El gaucho, que no intenta darse a entender, toma del brazo a la
muchacha y la carga en la montura a la fuerza. Los hambrientos no comprenderán
el idioma pero sí la afrenta: al instante rodean al gaucho y se arma la
polvareda. El puñal, diestro, hace fintas en el aire y se hiende en el pecho
del que está más cerca, de uno que recula azorado frente al mar de su propia
sangre. El gaucho escapa pero la marea de indignados lo baja a golpes del
caballo hasta hacerle musitar el sollozo. El judío herido, solo entre los
suyos, es David Lander. David Lander, pues, es el primer judío muerto
violentamente en estas tierras.
Pero un momento: cosamos la herida de David Lander. Cuando Javier Sinay
(autor de Los crímenes de Moisés Ville, una historia de gauchos y judíos)
llega al cementerio de Moisés Ville para investigar unos crímenes producidos
durante 1889 y 1906 en los alrededores de aquella colonia modelo, la tumba de
David Lander no existe. Tampoco su nombre está registrado entre los recién
llegados. ¿Existió David Lander? ¿Cómo fue el crimen de María Aliksenitzer o
Alexenicer, la atravesó la flecha del malón o la destriparon luego de un acto
inconfesable? ¿Y quiénes asesinaron bestialmente al almacenero Waisman y a su
familia, incluido el bebé de días? Hay demasiadas lagunas en tierra seca y
demasiada gente vieja que ya no recuerda los hechos. Hay un pueblo que fue pujante
y hoy se resigna al paso lento del tiempo. Hay una asociación filantrópica cuyos
integrantes se cuentan con los dedos de la mano. Hay un Barón que se queda sin
dinero. Hay también, después, lejos del pueblo, un atentado que borra los
detalles de la historia. Hay una lengua que se resiste a morir. Hay un
periódico litografiado del que se perdieron ejemplares de sus tres números, Der
Viderkol (El eco), ese mismo
que observa la virulencia con que la Jewish Company Association trata a
los colonos, y que es el primer periódico judío en la Argentina. Hay un
artículo de 1947 que hace el recuento de la sangre derramada, Las primeras
víctimas judías en Moisés Ville, escrito en idish, hipérbole posible de
otros crímenes. Hay un periodista que une todas esas puntas y que permite al
cronista de hoy asomarse al abismo de una obra en (re) construcción: Mijl Hacohen
Sinay, el bisabuelo desconocido del autor. Y hay en este libro un montaje maravilloso
entre lo imposible del pasado y la vida cotidiana del presente, y una abuela
Mañe que los domingos aún sirve el gefilte fish con zanahorias y
ensaladas de todos los colores.
Carlos Diviesti
No hay comentarios:
Publicar un comentario