Qué es la muerte.
Ensayo de respuesta: un reloj de pulsera
detenido pasadas las diez y media, una lapicera fuente, el carnet del Deportivo
Progreso de Chillán, estampitas de un bautismo, un par de anteojos, llaves
oxidadas, el talón del último cheque librado en la chequera, viejos billetes en
la billetera de cuero color café, la ropa dominguera reseca, volatilizada, los
zapatos vistiendo sus huesos tendidos al sol y los cuencos de los ojos
observando la plenitud del cielo.
Eso más que a un muerto nos recuerda a alguien que ha vivido. Corporiza
el inventario de ciertas costumbres o necesidades, la cantidad justa de elementos
para impulsar y sostener la carne en el cuerpo, la sonrisa dispuesta frente a
la inconmensurable eternidad, si es que un esqueleto sonríe. La muerte, de acuerdo
al recuento de aquellos objetos, parece algo sereno al final del recorrido,
algo sin ese dramatismo atávico al que la palabra muerte nos tiene
acostumbrados.
Qué es la muerte, entonces.
Tal vez, como alguien dijo, la muerte es
un asunto solitario. Julio Riquelme Ramírez, chileno, vecino de Chillán, 58
años, que bebía dos litros de vino tinto por día (medio durante el almuerzo,
uno y medio al volver del banco), tomó el tren Longitudinal del Norte en La
Calera el jueves 2 de febrero de 1956, debiendo haber llegado a Iquique el
domingo 5 a las 12.05. Allí lo esperaba uno de sus hijos, lo esperaban para el
bautismo de su nieto, el hijo de su hijo. Riquelme no llegó en el Longino
de ese día, y nunca más llegó a ese destino. Nunca más es mucho tiempo quizás
porque nunca más, de tan puntual, detiene el tiempo para siempre, aunque
tarde o temprano las cosas terminan por acomodarse y toman las formas incómodas
que el azar elija.
¿La muerte es el azar?
Julio Riquelme Ramírez tenía fama de mujeriego pero también de buena
persona, aunque no tuviera la mejor relación con sus hijos y eso le creara
culpa. Esto es una especulación, pero Riquelme iría a Iquique a encontrarse con
sus hijos (y quizás con la madre de ellos), y la culpa por haberlos abandonado,
a lo mejor, comenzó a crecer en un viaje tan largo. Algunos compañeros
circunstanciales dijeron que Riquelme se bajó en Los Vientos y que allí se le
perdió el rastro, cuestión que se corrobora cuando en el vagón solamente le
alcanzan al hijo los restos de provisiones que llevaba en una cesta. Dicen los
que saben que la cabeza de la gente se aturde o se vuela cuando entrás al
desierto, cuando el alma se te llena de pampa y la voluntad se transforma en
polvo.
Quién deja, en el baño del aeropuerto de Cerro Moreno, lo poco que
encontró de Riquelme y las coordenadas para hallar el esqueleto en el desierto,
es un misterio.
La muerte es un misterio.
El misterio de la muerte fecunda
la gestación de las preguntas. El que encontró el esqueleto, ¿fue la única
persona en pasar por allí en más de cuatro décadas? ¿Por qué fue el único? ¿Fue
uno solo? ¿Por qué Riquelme no siguió la línea del tren y en cambio se internó
en el desierto, él si absolutamente solo? ¿Por qué caminó treinta kilómetros
desde la estación Los Vientos hasta que la vida lo detuvo? ¿Por qué Ernesto, el
hijo de Riquelme, es mayor que su padre? ¿Por qué, desde el encuentro con su
padre, Ernesto necesita conservar cada uno de sus objetos si ya se había olvidado
de él? ¿Por qué Francisco Mouat, el autor de El empampado Riquelme, se
obsesiona con el hallazgo del esqueleto? ¿Por qué Mouat más que recordar los
juegos con su padre recuerda que iban a comprar parafina en invierno para abastacer
las estufas Comet? ¿Y por qué le escribe a su padre en el libro Algún día,
papá, uno de nosotros dos se quedará solo en este mundo, sin el otro, si en
todo caso al momento de escribir el libro su padre estaba vivo?
La duda sin respuesta es peor
que la muerte.
Luego, pues, una tesis personal sin
demostración precisa: la muerte es lo que no está, aquello que hasta se olvidó
del olvido.
Quién te dice sea eso, algo tan simple. Y quizás como Mouat uno escribe
sobre lo que no está para encontrarlo, o recuperarlo o evitar que se lo lleve
el viento, como el zapato derecho de Riquelme que sujetó el ala del sombrero
durante cuarenta y tres años.
Carlos Diviesti
Que bueno !
ResponderEliminarPersonalmente había descartado este libro para mis crónicas. Leyendo la de Carlos, descubro una historia intrigante y por demás interesante. Muy buena. Susy Estevez
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